Walter Daniel Khury
E-mail: vatelnob@hotmail.com
Hablamos del catequista y no de la catequesis. Porque, ante
todo, el centro de la catequesis es una persona: Jesucristo. Y “el fin
definitivo de la catequesis es poner a uno no sólo en contacto, sino en
comunión, intimidad con Jesucristo” De esta centralidad de Jesucristo deviene
la necesidad mirar y reflexionar acerca de la figura, del ser del catequista,
más que de su hacer. Será el catequista quien ha de provocar, quien ha de
generar el ambiente y las condiciones que favorezcan el encuentro del hombre
con Jesús. Es en este intento de reflexión que comenzamos con dos afirmaciones
respecto del catequista:
·
su vocación, porque el catequista ha sido
llamado por el Señor;
·
y su ministerio, porque el catequista ha sido
enviado por la Iglesia.
En estos dos aspectos, que parecieran con cierta frecuencia
desatendidos, queremos profundizar nuestra reflexión. Y queremos reflexionar
para después poder celebrar y vivir. Intentamos compartir algunos aportes que
sirvan más bien como disparadores de la reflexión comunitaria.
La vocación del
catequista
Al hablar de Vocación tenemos en cuenta, ante todo, que se
trata de un llamado de Dios al hombre. Vocación implica la necesidad de uno que
llama y uno que es llamado. Y Dios es quien siempre tiene la iniciativa, Él es
el que llama. Por eso podemos decir que la vocación es terreno propio de Dios.
El hombre es quien recibe el llamado y responde, para el hombre el llamado
implica una misión a realizar.
Toda vocación se encuentra radicalmente enraizada en la
primera llamada de Dios al hombre expresada en Génesis 1,26: la existencia, la
vida. Llamada primordial que conlleva la convocación que implica existir con
otros, porque vivir es convivir. Llamada que lleva la marca de la semejanza con el Creador. Y aquí nos queda otro rasgo propio de la vocación: convocación. Los llamados son personales pero nunca meramente individuales, ya que la misión encargada siempre es para bien y servicio de la comunidad.
otros, porque vivir es convivir. Llamada que lleva la marca de la semejanza con el Creador. Y aquí nos queda otro rasgo propio de la vocación: convocación. Los llamados son personales pero nunca meramente individuales, ya que la misión encargada siempre es para bien y servicio de la comunidad.
Y podemos avanzar aún unos pasos. Además, para el cristiano
la llamada, su vocación arranca desde el bautismo. Es la llamada a la
filiación, y por lo tanto a la fraternidad en la Iglesia, pueblo, familia de
Dios. Dios nos llama a ser sus hijos y esa filiación trae sus consecuencias de
fraternidad, de dignidad, de señorío.
Entonces, podríamos definir la vocación como una llamada
donde la iniciativa parte total y absolutamente siempre de Dios, y a la que el
hombre debe primero escuchar para luego poder responder. Y no es tarea nada
fácil ni escuchar ni responder. Hacen falta una oración profunda con actitud de
discípulo atento; y un corazón al estilo de María, libre y dispuesto a recorrer
los caminos que el Señor proponga. El papel que aquí juega la Iglesia es el de
acompañar y ayudar a discernir. Un rol sumamente delicado cuanto importante, ya
que se trata de certificar que Dios ha llamado y acompañar en la respuesta.
Porque aunque el Señor siempre llama no siempre es fácil discernir su voz en la
maraña de propuestas que el hombre recibe en nuestro mundo.
Hay, además una vocación específica, personal, con la que
Dios nos invita a realizar nuestra vida. Las motivaciones del llamado del Señor
pertenecen al misterio. Como ya le sucediera al profeta no sabemos los motivos
que tiene el Señor a pesar de las razonables excusas basadas en las
limitaciones reales de Jeremías. Claro que otra cosa son las motivaciones que
nos mueven a la respuesta. Aquí tenemos otro punto delicado. Esas motivaciones
personales deben ser capaces de sostener toda una vida y no un momento. Y esa
respuesta la da la persona desde sus individualidades y características. En
verdad no es excesiva la importancia de lo anterior porque la llamada supone
siempre una Pascua. No se cambia el temperamento,
pero el paso de Dios es tal que sí cambia a la persona. Aquí se relativiza la
conciencia de sí mismo respecto a la conciencia carismática, de llamado, de
envío. Siguen las características, pero Dios, le ha dado a la persona un
horizonte, una misión, un para qué. Ese envío es la novedad más grande de la
vida porque condiciona toda la existencia, incluso permitiendo otra mirada aún
al propio pasado.
Aún debemos dar otro paso u asomarnos a la vocación
catequística. ¿Cuál es la propuesta del Señor? Porque la vocación catequística
supone, como toda vocación, la irrupción de Dios en una vida trayendo una
especificación a la vocación cristiana que tendrá sus consecuencias en la vida,
que implicará exigencias, que exigirá respuestas, que reclamará conversiones,
que producirá transformaciones.
El ministerio del
catequista
En el Nuevo Testamento, especialmente en las cartas de
Pablo, vemos que la Iglesia primitiva es fuertemente ministerial y su vida y
misión se articulan desde los diversos ministerios. Podemos afirmar que desde
el inicio se da en la Iglesia diversidad de carismas y ministerios. El término
ministerio se usa ampliamente para designar tareas, funciones, servicios o
poderes en el interior de la Iglesia que aspiran a una cierta permanencia y estabilidad.
Originariamente significa servicio, y encuentra su realización emblemática en
el servicio de Jesús. Puebla nos aclara que “los ministerios que pueden
conferirse a laicos son aquellos referentes a aspectos realmente importantes de
la vida eclesial: en el plano de la Palabra, de la Liturgia o de la conducción
de la comunidad” Y más adelante asegura
“el Espíritu Santo está suscitando hoy en la Iglesia diversidad de ministerios,
ejercidos también por laicos, capaces de rejuvenecer el dinamismo evangelizador
de la Iglesia” Ya Pablo VI hablaba de la
posibilidad de crear otros ministerios que se vieran necesarios para el bien de
la comunidad, y sugería: “catequistas, animadores de la oración y del canto,
cristianos consagrados al servicio de la Palabra...” El Directorio Catequístico General
especialmente lo aplica a la tarea catequística. En fin, vemos que hay una diversidad de
comprensiones teológicas y de acentos eclesiológicos.
La Iglesia al acoger los dones del Espíritu institucionaliza
o reconoce ministerios, confía o instituye. Y nos estamos refiriendo a los
ministerios que no exigen como requisito previo la ordenación sacramental. Aquí
debemos avanzar un poco. Reconocer implica que los ministerios han sido
suscitados por el Espíritu y tienen que ver esencialmente con su obrar. El
Espíritu sopla donde quiere la abundancia de sus dones. Y aquí volvemos a la
iniciativa divina por sobre la propuesta humana. Es verdad que confiar no es lo
mismo que instituir, pero también es verdad que tampoco se oponen.
Indudablemente la catequesis es un ministerio dentro de la Iglesia, que en
principio podríamos ubicar en el ejercicio del ministerio de la Palabra. Y
decimos que en principio lo ubicamos allí, porque desde una mirada iniciadora
vemos que la catequesis desborda esos límites, y entra a formar parte de otros
sectores o ministerios que podríamos expresarlos como actitud materna de la
Iglesia, servicio a la comunión. Y es un ministerio fundamental en la Iglesia.
Baste tener en cuenta que la inmensa mayoría de los cristianos vive su relación
con Dios, los hermanos y el mundo basada en los elementos recibidos en la
catequesis.
Es evidente que no es uno de los ministerios
institucionalizados en la Iglesia que hoy por hoy se reducen al Lectorado y al
Acolitado. Y podemos preguntarnos si es necesaria la institucionalización de
este ministerio. Tal vez la respuesta la vaya dando la historia. Por de pronto
lo que sí podemos afirmar es que hace falta valorar adecuadamente este servicio
eclesial. Porque al afirmar la ministerialidad de la catequesis estamos
afirmando su eclesialidad. Es decir que la comunidad eclesial es el origen, el
lugar y la meta de la catequesis. Al afirmar su ministerialidad estamos
haciendo referencia su espiritualidad propia: la del servicio de evangelizar,
que al decir de Pablo VI es el mayor servicio que puede prestar la Iglesia.
Reflexionar,
celebrar, vivir
Reflexionar es abrir el panorama, darle amplitud a nuestro
horizonte a la vez que ganar en profundidad; es invitarnos a asomarnos al
misterio, decididos a permitirnos el asombro y a maravillarnos ante el obrar de
Dios, ante su estilo de hacer las cosas, ante sus costumbres y sus modos.
Reflexionar es saber leer su presencia, su paso por la vida, por toda vida. Y
esto, mucho más cuando lo hacemos en comunidad, porque entonces tenemos la
certeza de la presencia del Señor entre nosotros y entonces, la reflexión se
abre al encuentro. La reflexión es una actitud connatural a la vocación del
catequista.
Pero además aquí, fundamentalmente reflexionamos como quien
va buscando nuevos motivos para la fiesta de la fe. Esta es una característica
de la cual la catequesis se puede apropiar con derecho. Y el obrar de Dios en
su familia la Iglesia siempre abunda en razones para la fiesta, porque su amor
siempre se desborda, porque su corazón de Padre siempre genera sorpresas y
caricias nuevas para sus hijos. La presencia fecunda del Señor en medio de la
vida de sus hijos, de su pueblo-familia, es fuente inagotable de razones para
celebrar. Así nos lo muestra indiscutible la liturgia. Toda la historia, toda
la vida está embarazada de Pascua. No podemos callarnos de ningún modo las
maravillas del Señor. Y como la Pascua es el triunfo definitivo sobre el pecado
y la muerte, la fiesta también es definitiva.
Quien ha escuchado el llamado del Señor tiene ante todo la
tarea de responder. Nada repercute tanto en nuestra vida como un llamado,
porque un llamado es siempre un encuentro personal. Un llamado nunca resuena
impersonalmente, siempre es una palabra dirigida. El llamado es la forma en que
nuestro Dios pronuncia a sus hijos, y a cada uno lo pronuncia creadoramente con
su nombre-misión. Pero esa tarea de responder al Señor, que compromete nuestra
existencia, es a la vez la que le da sentido y la transforma. Y esa tarea de
responder no es ajena a la fiesta. Los llamados del Señor se celebran, se festejan.
Es así como debemos leer el canto alegre de María. ¡Cómo no festejar si Él se fijó en nuestra
pequeñez!
Finalmente nos queda un paso más, que siempre se nos hace
difícil. Se trata de llevar todo esto a la propia vida. Porque en realidad se
celebra para vivir más intensamente, para ahondar el compromiso. Se celebra
para impulsar la vida, para darle una nueva dimensión insospechada, para
profundizar en su sentido. Se celebra para fortalecer la conciencia, para
afianzar las certezas y alentar los esfuerzos. Una tarea que la experiencia nos
muestra que sin dudas no es fácil, pero –y seguramente todos tenemos también la
experiencia- es una tarea en la que vale la pena definitivamente embarcarse.
En este camino que vamos haciendo hacia el Encuentro
Nacional de Catequistas la reflexión personal y compartida nos ayuda a ahondar
en nuestro ser de catequistas, en nuestra vocación, en nuestro ministerio. Por
eso estamos de fiesta. Y por eso toda esa fiesta se nos hace vida.
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