miércoles, 8 de julio de 2015

Catequista: Vocación y Ministerio


Walter Daniel Khury

Hablamos del catequista y no de la catequesis. Porque, ante todo, el centro de la catequesis es una persona: Jesucristo. Y “el fin definitivo de la catequesis es poner a uno no sólo en contacto, sino en comunión, intimidad con Jesucristo” De esta centralidad de Jesucristo deviene la necesidad mirar y reflexionar acerca de la figura, del ser del catequista, más que de su hacer. Será el catequista quien ha de provocar, quien ha de generar el ambiente y las condiciones que favorezcan el encuentro del hombre con Jesús. Es en este intento de reflexión que comenzamos con dos afirmaciones respecto del catequista:
·         su vocación, porque el catequista ha sido llamado por el Señor;
·         y su ministerio, porque el catequista ha sido enviado por la Iglesia.
En estos dos aspectos, que parecieran con cierta frecuencia desatendidos, queremos profundizar nuestra reflexión. Y queremos reflexionar para después poder celebrar y vivir. Intentamos compartir algunos aportes que sirvan más bien como disparadores de la reflexión comunitaria.

La vocación del catequista
Al hablar de Vocación tenemos en cuenta, ante todo, que se trata de un llamado de Dios al hombre. Vocación implica la necesidad de uno que llama y uno que es llamado. Y Dios es quien siempre tiene la iniciativa, Él es el que llama. Por eso podemos decir que la vocación es terreno propio de Dios. El hombre es quien recibe el llamado y responde, para el hombre el llamado implica una misión a realizar.
Toda vocación se encuentra radicalmente enraizada en la primera llamada de Dios al hombre expresada en Génesis 1,26: la existencia, la vida. Llamada primordial que conlleva la convocación que implica existir con
otros, porque vivir es convivir. Llamada que lleva la marca de la semejanza con el Creador. Y aquí nos queda otro rasgo propio de la vocación: convocación. Los llamados son personales pero nunca meramente individuales, ya que la misión encargada siempre es para bien y servicio de la comunidad.
Y podemos avanzar aún unos pasos. Además, para el cristiano la llamada, su vocación arranca desde el bautismo. Es la llamada a la filiación, y por lo tanto a la fraternidad en la Iglesia, pueblo, familia de Dios. Dios nos llama a ser sus hijos y esa filiación trae sus consecuencias de fraternidad, de dignidad, de señorío.
Entonces, podríamos definir la vocación como una llamada donde la iniciativa parte total y absolutamente siempre de Dios, y a la que el hombre debe primero escuchar para luego poder responder. Y no es tarea nada fácil ni escuchar ni responder. Hacen falta una oración profunda con actitud de discípulo atento; y un corazón al estilo de María, libre y dispuesto a recorrer los caminos que el Señor proponga. El papel que aquí juega la Iglesia es el de acompañar y ayudar a discernir. Un rol sumamente delicado cuanto importante, ya que se trata de certificar que Dios ha llamado y acompañar en la respuesta. Porque aunque el Señor siempre llama no siempre es fácil discernir su voz en la maraña de propuestas que el hombre recibe en nuestro mundo.
Hay, además una vocación específica, personal, con la que Dios nos invita a realizar nuestra vida. Las motivaciones del llamado del Señor pertenecen al misterio. Como ya le sucediera al profeta no sabemos los motivos que tiene el Señor a pesar de las razonables excusas basadas en las limitaciones reales de Jeremías. Claro que otra cosa son las motivaciones que nos mueven a la respuesta. Aquí tenemos otro punto delicado. Esas motivaciones personales deben ser capaces de sostener toda una vida y no un momento. Y esa respuesta la da la persona desde sus individualidades y características. En verdad no es excesiva la importancia de lo anterior porque la llamada supone siempre una Pascua.  No se cambia el temperamento, pero el paso de Dios es tal que sí cambia a la persona. Aquí se relativiza la conciencia de sí mismo respecto a la conciencia carismática, de llamado, de envío. Siguen las características, pero Dios, le ha dado a la persona un horizonte, una misión, un para qué. Ese envío es la novedad más grande de la vida porque condiciona toda la existencia, incluso permitiendo otra mirada aún al propio pasado.
Aún debemos dar otro paso u asomarnos a la vocación catequística. ¿Cuál es la propuesta del Señor? Porque la vocación catequística supone, como toda vocación, la irrupción de Dios en una vida trayendo una especificación a la vocación cristiana que tendrá sus consecuencias en la vida, que implicará exigencias, que exigirá respuestas, que reclamará conversiones, que producirá transformaciones.

El ministerio del catequista
En el Nuevo Testamento, especialmente en las cartas de Pablo, vemos que la Iglesia primitiva es fuertemente ministerial y su vida y misión se articulan desde los diversos ministerios. Podemos afirmar que desde el inicio se da en la Iglesia diversidad de carismas y ministerios. El término ministerio se usa ampliamente para designar tareas, funciones, servicios o poderes en el interior de la Iglesia que aspiran a una cierta permanencia y estabilidad. Originariamente significa servicio, y encuentra su realización emblemática en el servicio de Jesús. Puebla nos aclara que “los ministerios que pueden conferirse a laicos son aquellos referentes a aspectos realmente importantes de la vida eclesial: en el plano de la Palabra, de la Liturgia o de la conducción de la comunidad”  Y más adelante asegura “el Espíritu Santo está suscitando hoy en la Iglesia diversidad de ministerios, ejercidos también por laicos, capaces de rejuvenecer el dinamismo evangelizador de la Iglesia”  Ya Pablo VI hablaba de la posibilidad de crear otros ministerios que se vieran necesarios para el bien de la comunidad, y sugería: “catequistas, animadores de la oración y del canto, cristianos consagrados al servicio de la Palabra...”  El Directorio Catequístico General especialmente lo aplica a la tarea catequística.  En fin, vemos que hay una diversidad de comprensiones teológicas y de acentos eclesiológicos.
La Iglesia al acoger los dones del Espíritu institucionaliza o reconoce ministerios, confía o instituye. Y nos estamos refiriendo a los ministerios que no exigen como requisito previo la ordenación sacramental. Aquí debemos avanzar un poco. Reconocer implica que los ministerios han sido suscitados por el Espíritu y tienen que ver esencialmente con su obrar. El Espíritu sopla donde quiere la abundancia de sus dones. Y aquí volvemos a la iniciativa divina por sobre la propuesta humana. Es verdad que confiar no es lo mismo que instituir, pero también es verdad que tampoco se oponen. Indudablemente la catequesis es un ministerio dentro de la Iglesia, que en principio podríamos ubicar en el ejercicio del ministerio de la Palabra. Y decimos que en principio lo ubicamos allí, porque desde una mirada iniciadora vemos que la catequesis desborda esos límites, y entra a formar parte de otros sectores o ministerios que podríamos expresarlos como actitud materna de la Iglesia, servicio a la comunión. Y es un ministerio fundamental en la Iglesia. Baste tener en cuenta que la inmensa mayoría de los cristianos vive su relación con Dios, los hermanos y el mundo basada en los elementos recibidos en la catequesis.
Es evidente que no es uno de los ministerios institucionalizados en la Iglesia que hoy por hoy se reducen al Lectorado y al Acolitado. Y podemos preguntarnos si es necesaria la institucionalización de este ministerio. Tal vez la respuesta la vaya dando la historia. Por de pronto lo que sí podemos afirmar es que hace falta valorar adecuadamente este servicio eclesial. Porque al afirmar la ministerialidad de la catequesis estamos afirmando su eclesialidad. Es decir que la comunidad eclesial es el origen, el lugar y la meta de la catequesis. Al afirmar su ministerialidad estamos haciendo referencia su espiritualidad propia: la del servicio de evangelizar, que al decir de Pablo VI es el mayor servicio que puede prestar la Iglesia.

Reflexionar, celebrar, vivir
Reflexionar es abrir el panorama, darle amplitud a nuestro horizonte a la vez que ganar en profundidad; es invitarnos a asomarnos al misterio, decididos a permitirnos el asombro y a maravillarnos ante el obrar de Dios, ante su estilo de hacer las cosas, ante sus costumbres y sus modos. Reflexionar es saber leer su presencia, su paso por la vida, por toda vida. Y esto, mucho más cuando lo hacemos en comunidad, porque entonces tenemos la certeza de la presencia del Señor entre nosotros y entonces, la reflexión se abre al encuentro. La reflexión es una actitud connatural a la vocación del catequista.
Pero además aquí, fundamentalmente reflexionamos como quien va buscando nuevos motivos para la fiesta de la fe. Esta es una característica de la cual la catequesis se puede apropiar con derecho. Y el obrar de Dios en su familia la Iglesia siempre abunda en razones para la fiesta, porque su amor siempre se desborda, porque su corazón de Padre siempre genera sorpresas y caricias nuevas para sus hijos. La presencia fecunda del Señor en medio de la vida de sus hijos, de su pueblo-familia, es fuente inagotable de razones para celebrar. Así nos lo muestra indiscutible la liturgia. Toda la historia, toda la vida está embarazada de Pascua. No podemos callarnos de ningún modo las maravillas del Señor. Y como la Pascua es el triunfo definitivo sobre el pecado y la muerte, la fiesta también es definitiva.
Quien ha escuchado el llamado del Señor tiene ante todo la tarea de responder. Nada repercute tanto en nuestra vida como un llamado, porque un llamado es siempre un encuentro personal. Un llamado nunca resuena impersonalmente, siempre es una palabra dirigida. El llamado es la forma en que nuestro Dios pronuncia a sus hijos, y a cada uno lo pronuncia creadoramente con su nombre-misión. Pero esa tarea de responder al Señor, que compromete nuestra existencia, es a la vez la que le da sentido y la transforma. Y esa tarea de responder no es ajena a la fiesta. Los llamados del Señor se celebran, se festejan. Es así como debemos leer el canto alegre de María.  ¡Cómo no festejar si Él se fijó en nuestra pequeñez!
Finalmente nos queda un paso más, que siempre se nos hace difícil. Se trata de llevar todo esto a la propia vida. Porque en realidad se celebra para vivir más intensamente, para ahondar el compromiso. Se celebra para impulsar la vida, para darle una nueva dimensión insospechada, para profundizar en su sentido. Se celebra para fortalecer la conciencia, para afianzar las certezas y alentar los esfuerzos. Una tarea que la experiencia nos muestra que sin dudas no es fácil, pero –y seguramente todos tenemos también la experiencia- es una tarea en la que vale la pena definitivamente embarcarse.

En este camino que vamos haciendo hacia el Encuentro Nacional de Catequistas la reflexión personal y compartida nos ayuda a ahondar en nuestro ser de catequistas, en nuestra vocación, en nuestro ministerio. Por eso estamos de fiesta. Y por eso toda esa fiesta se nos hace vida.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario

COMENTARIOS DE NUESTROS LECTORES