Queridos
hermanos y hermanas:
La
Natividad del Señor ilumina una vez más con su luz las tinieblas que con
frecuencia envuelven nuestro mundo y nuestro corazón, y trae esperanza y
alegría. ¿De dónde viene esta luz? De la gruta de Belén, donde los pastores
encontraron a «María y a José, y al niño acostado en el pesebre» (Lc 2, 16).
Ante esta Sagrada Familia surge otra pregunta más profunda: ¿cómo pudo aquel
pequeño y débil Niño traer al mundo una novedad tan radical como para cambiar
el curso de la historia? ¿No hay, tal vez, algo de misterioso en su origen que
va más allá de aquella gruta?
Surge
siempre de nuevo, de este modo, la pregunta sobre el origen de Jesús, la misma
que plantea el procurador Poncio Pilato durante el proceso: «¿De dónde eres
tú?» (Jn 19, 9). Sin embargo, se trata de un origen bien claro. En el Evangelio
de Juan, cuando el Señor afirma: «Yo soy el pan bajado del cielo», los judíos
reaccionan murmurando: «¿No es este Jesús, el hijo de José? ¿No conocemos a su
padre y a su madre? ¿Cómo dice ahora que ha bajado del cielo?» (Jn 6, 41-42).
Y, poco más tarde, los habitantes de Jerusalén se opusieron con fuerza ante la
pretensión mesiánica de Jesús, afirmando que se conoce bien «de dónde viene;
mientras que el Mesías, cuando llegue, nadie sabrá de dónde viene» (Jn 7, 27).
Jesús mismo hace notar cuán inadecuada es su pretensión de conocer su origen, y
con esto ya ofrece una orientación para saber de dónde viene: «No vengo por mi
cuenta, sino que el Verdadero es el que me envía; a ese vosotros no lo conocéis»
(Jn 7, 28). Cierto, Jesús es originario de Nazaret, nació en Belén, pero ¿qué
se sabe de su verdadero origen?
En
los cuatro Evangelios emerge con claridad la respuesta a la pregunta «de dónde»
viene Jesús: su verdadero origen es el Padre, Dios; Él proviene totalmente de
Él, pero de un modo distinto al de todo profeta o enviado por Dios que lo han
precedido. Este origen en el misterio de Dios, «que nadie conoce», ya está
contenido en los relatos de la infancia de los Evangelios de Mateo y de Lucas,
que estamos leyendo en este tiempo navideño. El ángel Gabriel anuncia: «El
Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su
sombra; por eso el Santo que va a nacer será llamado Hijo de Dios» (Lc 1, 35).
Repetimos estas palabras cada vez que rezamos el Credo, la profesión de fe: «Et
incarnatus est de Spiritu Sancto, ex Maria Virgine», «por obra del Espíritu
Santo se encarnó de María, la Virgen». En esta frase nos arrodillamos porque el
velo que escondía a Dios, por decirlo así, se abre y su misterio insondable e
inaccesible nos toca: Dios se convierte en el Emmanuel, «Dios con nosotros».
Cuando escuchamos las Misas compuestas por los grandes maestros de música sacra
—pienso por ejemplo en la Misa de la Coronación, de Mozart— notamos inmediatamente
cómo se detienen de modo especial en esta frase, casi queriendo expresar con el
lenguaje universal de la música aquello que las palabras no pueden manifestar:
el misterio grande de Dios que se encarna, que se hace hombre.
Si
consideramos atentamente la expresión «por obra del Espíritu Santo se encarnó
de María, la Virgen», encontramos que la misma incluye cuatro sujetos que
actúan. En modo explícito se menciona al Espíritu Santo y a María, pero está
sobreentendido «Él», es decir el Hijo, que se hizo carne en el seno de la
Virgen. En la Profesión de fe, el Credo, se define a Jesús con diversos
apelativos: «Señor, ... Cristo, unigénito Hijo de Dios... Dios de Dios, Luz de
Luz, Dios verdadero de Dios verdadero... de la misma sustancia del Padre» (Credo
niceno-constantinopolitano). Vemos entonces que «Él» remite a otra persona, al
Padre. El primer sujeto de esta frase es, por lo tanto, el Padre que, con el
Hijo y el Espíritu Santo, es el único Dios.
Esta
afirmación del Credo no se refiere al ser eterno de Dios, sino más bien nos
habla de una acción en la que toman parte las tres Personas divinas y que se
realiza «ex Maria Virgine». Sin ella el ingreso de Dios en la historia de la
humanidad no habría llegado a su fin ni habría tenido lugar aquello que es
central en nuestra Profesión de fe: Dios es un Dios con nosotros. Así, María
pertenece en modo irrenunciable a nuestra fe en el Dios que obra, que entra en
la historia. Ella pone a disposición toda su persona, «acepta» convertirse en
lugar en el que habita Dios.
A
veces también en el camino y en la vida de fe podemos advertir nuestra pobreza,
nuestra inadecuación ante el testimonio que se ha de ofrecer al mundo. Pero
Dios ha elegido precisamente a una humilde mujer, en una aldea desconocida, en
una de las provincias más lejanas del gran Imperio romano. Siempre, incluso en
medio de las dificultades más arduas de afrontar, debemos tener confianza en
Dios, renovando la fe en su presencia y acción en nuestra historia, como en la
de María. ¡Nada es imposible para Dios! Con Él nuestra existencia camina
siempre sobre un terreno seguro y está abierta a un futuro de esperanza firme.
Profesando
en el Credo: «Por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen»,
afirmamos que el Espíritu Santo, como fuerza del Dios Altísimo, ha obrado de
modo misterioso en la Virgen María la concepción del Hijo de Dios. El evangelista
Lucas retoma las palabras del arcángel Gabriel: «El Espíritu vendrá sobre ti, y
la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra» (1, 35). Son evidentes dos
remisiones: la primera es al momento de la creación. Al comienzo del Libro del
Génesis leemos que «el espíritu de Dios se cernía sobre la faz de las aguas»
(1, 2); es el Espíritu creador que ha dado vida a todas las cosas y al ser
humano. Lo que acontece en María, a través de la acción del mismo Espíritu
divino, es una nueva creación: Dios, que ha llamado al ser de la nada, con la
Encarnación da vida a un nuevo inicio de la humanidad. Los Padres de la Iglesia
en más de una ocasión hablan de Cristo como el nuevo Adán para poner de relieve
el inicio de la nueva creación por el nacimiento del Hijo de Dios en el seno de
la Virgen María. Esto nos hace reflexionar sobre cómo la fe trae también a
nosotros una novedad tan fuerte capaz de producir un segundo nacimiento. En
efecto, en el comienzo del ser cristianos está el Bautismo que nos hace renacer
como hijos de Dios, nos hace participar en la relación filial que Jesús tiene
con el Padre. Y quisiera hacer notar cómo el Bautismo se recibe, nosotros
«somos bautizados» —es una voz pasiva— porque nadie es capaz de hacerse hijo de
Dios por sí mimo: es un don que se confiere gratuitamente. San Pablo se refiere
a esta filiación adoptiva de los cristianos en un pasaje central de su Carta a
los Romanos, donde escribe: «Cuantos se dejan llevar por el Espíritu de Dios,
esos son hijos de Dios. Pues no habéis recibido un espíritu de esclavitud, para
recaer en el temor, sino que habéis recibido un Espíritu de hijos de adopción,
en el que clamamos: "¡Abba, Padre!". Ese mismo Espíritu da testimonio
a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios» (8, 14-16), no siervos. Sólo si
nos abrimos a la acción de Dios, como María, sólo si confiamos nuestra vida al
Señor como a un amigo de quien nos fiamos totalmente, todo cambia, nuestra vida
adquiere un sentido nuevo y un rostro nuevo: el de hijos de un Padre que nos
ama y nunca nos abandona.
Hemos
hablado de dos elementos: el primer elemento el Espíritu sobre las aguas, el
Espíritu Creador. Hay otro elemento en las palabras de la Anunciación. El ángel
dice a María: «La fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra». Es una referencia
a la nube santa que, durante el camino del éxodo, se detenía sobre la tienda
del encuentro, sobre el arca de la Alianza, que el pueblo de Israel llevaba
consigo, y que indicaba la presencia de Dios (cf. Ex 40, 34-38). María, por lo
tanto, es la nueva tienda santa, la nueva arca de la alianza: con su «sí» a las
palabras del arcángel, Dios recibe una morada en este mundo, Aquel que el
universo no puede contener establece su morada en el seno de una virgen.
Volvamos,
entonces, a la cuestión de la que hemos partido, la cuestión sobre el origen de
Jesús, sintetizada por la pregunta de Pilato: «¿De dónde eres tú?». En nuestras
reflexiones se ve claro, desde el inicio de los Evangelios, cuál es el
verdadero origen de Jesús: Él es el Hijo unigénito del Padre, viene de Dios.
Nos encontramos ante el gran e impresionante misterio que celebramos en este
tiempo de Navidad: el Hijo de Dios, por obra del Espíritu Santo, se ha encarnado
en el seno de la Virgen María. Este es un anuncio que resuena siempre nuevo y
que en sí trae esperanza y alegría a nuestro corazón, porque cada vez nos dona
la certeza de que, aunque a menudo nos sintamos débiles, pobres, incapaces ante
las dificultades y el mal del mundo, el poder de Dios actúa siempre y obra
maravillas precisamente en la debilidad. Su gracia es nuestra fuerza (cf. 2 Co
12, 9-10). Gracias.
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