Juan invitaba a un bautismo, distinto de las
habituales abluciones religiosas destinadas a la purificación de las impurezas
contraídas de diversas maneras. Su bautismo era un bautismo «de conversión para
perdón de los pecados» (Mc 1,4). Debía marcar un fin y un nuevo inicio, el
cambio de conductas pecaminosas en conductas virtuosas, el abandono de una vida
alejada de los mandamientos divinos para asumir una vida justa, santa, conforme
a las enseñanzas divinas. Su bautismo implicaba el abandono de toda conducta
injusta y pecaminosa así como el propósito decidido de dar «frutos dignos de
conversión» (ver Mt 3,6-8).
El ritual del bautismo expresaba mediante el
símbolo una realidad espiritual profunda. Quien se había arrepentido de su vida
de pecado era sumergido completamente en el agua del Jordán. De ese modo se
significaba que era sepultado aquel que había muerto al pecado y a todas sus
obras de injusticia. Luego se le sacaba del agua simbolizando con ello un nuevo
nacimiento, un resurgir —luego de haber sido purificado por el agua— a una vida
nueva, justa, santa. Cabe decir que a este ritual del nuevo nacimiento se le
conoce como “bautismo” dado que la palabra griega de la que procede, baptizein,
significa literalmente “sumergir”, “introducir dentro del agua”.
Con su predicación y bautismo Juan realizaba
aquello que anunciaban las antiguas promesas de salvación hechas por Dios a su
pueblo: «Una voz clama en el desierto: “¡Preparen el camino del Señor!
¡Allánenle los
caminos!”» (Is 40,3). Consciente de su misión precursora, Juan
anunciaba que su bautismo daría paso a otro, infinitamente superior al suyo,
aquel que realizaría el Señor Jesús: «Yo les bautizo con agua; pero viene el
que es más fuerte que yo, y no merezco desatarle la correa de sus sandalias. Él
les bautizará con Espíritu Santo y fuego» (Lc 3,16; Mt 3,11).
Un día estaba Juan bautizando en el Jordán
cuando se llegó a él el Señor para pedirle que lo bautice. Pero, ¿necesitaba
Jesús el bautismo de Juan? ¿Necesitaba renunciar a una vida de pecado, de
infidelidad a la Ley divina y de lejanía de Dios, para empezar una vida nueva?
No. Por ello Juan se resiste a bautizarlo (ver Mt 3,14). El Señor Jesús es el
Cordero inmaculado, en Él no hay pecado alguno, Él no necesita ser bautizado
con un bautismo de conversión para el perdón de los pecados, no necesita morir
a una realidad de pecado —inexistente en Él— para comenzar una vida nueva. Ante
el Cordero inmaculado Juan se siente indigno y reclama ser él quien necesita
ser bautizado por el Señor Jesús. A pesar de ello, el Señor se acerca a Juan
como uno de tantos pecadores que piden ser bautizados e insiste ante la
negativa de Juan: «Déjame ahora, pues conviene que así cumplamos toda justicia»
(ver Mt 3,15).
«Sólo a partir de la Cruz y la Resurrección se
clarifica todo el significado de este acontecimiento... Jesús había cargado con
la culpa de toda la humanidad; entró con ella en el Jordán. Inicia su vida
pública tomando el puesto de los pecadores... El significado pleno del bautismo
de Jesús, que comporta cumplir “toda justicia”, se manifiesta sólo en la Cruz:
el bautismo es la aceptación de la muerte por los pecados de la humanidad, y la
voz del Cielo —“Éste es mi Hijo amado”— es una referencia anticipada a la
resurrección. Así se entiende también por qué en las palabras de Jesús el
término bautismo designa su muerte (ver Mc 10,38; Lc 12,50)» (Joseph Ratzinger
– S.S. Benedicto XVI, Jesús de Nazaret).
Éste es entonces el sentido profundo del
bautismo que recibe el Señor: «Haciéndose bautizar por Juan, junto con los
pecadores, Jesús comenzó a cargar con el peso de la culpa de toda la humanidad
como Cordero de Dios que “quita” el pecado del mundo. Una obra que cumplió
sobre la cruz cuando recibió también su “bautismo”». Es entonces cuando
«muriendo se sumergió en el amor del Padre y difundió el Espíritu Santo para
que los que creen en Él renacieran de esa fuente inagotable de vida nueva y
eterna. Toda la misión de Cristo se resume en esto: bautizarse en el Espíritu
Santo para librarnos de la esclavitud de la muerte y “abrirnos el Cielo”, es
decir, el acceso a la vida verdadera y plena» (S.S. Benedicto XVI).
El evangelista Lucas resalta que luego de su
bautismo, mientras oraba, «se abrió el cielo, bajó el Espíritu Santo sobre Él
en forma de paloma, y vino una voz del cielo: “Tú eres mi Hijo, el amado, el
predilecto”». El momento del bautismo del Señor Jesús se convierte en una
“epifanía” o “manifestación” de Jesús como Mesías de Israel e Hijo de Dios. El
nombre «Cristo» viene de la traducción griega del término hebreo «Mesías» que
quiere decir «ungido». El Mesías que Dios enviaría para instaurar
definitivamente su Reino debía ser ungido por el Espíritu del Señor (ver Is
11,2) como rey, sacerdote y profeta. A la vista del pueblo de Israel, Jesús es
mostrado como el Ungido por excelencia, Aquel que ha sido ungido por el
Espíritu Santo, sobre quien ha descendido visiblemente, en quien ese Espíritu
mora.
Mas el Mesías es manifestado al pueblo de
Israel no solamente como rey, sacerdote y profeta, sino por encima de todo como
el Hijo amado del Padre, el predilecto. Nos encontramos ante la autorizada
manifestación y proclamación de la filiación divina de Jesucristo.
(Fuente: multimedios.org)
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