lunes, 7 de enero de 2013

La espiritualidad del catequista (Algunas sugerencias)




1.       El catequista, testigo de la fe, testigo de la esperanza, testigo de la caridad
Como toda espiritualidad cristiana, también la de los catequistas se sustenta en último término en la práctica y el ejercicio de las virtudes teologales: la fe, la esperanza y la caridad.

1.1.      El catequista, testigo de la fe
Si la tarea y función del catequista es, fundamentalmente, iniciar en lo esencial de la fe:
1.1.1.    La fe del catequista se tiene que alimentar necesariamente del encuentro vivo con Jesucristo, que es quien nos conduce al Padre y nos entrega el Espíritu Santo para que podamos creer que Jesús es el Señor, el enviado por Dios para salvar y rescatar lo que estaba perdido.
·         El catequista habrá de cuidar, sobre todo, el encuentro con Jesús en la celebración de los sacramentos, y también en la oración personal y comunitaria.
·         La oración del catequista estará imbuida de espíritu litúrgico. Debe saber encontrarse a gusto en la fiesta, en la asamblea litúrgica, en las celebraciones sacramentales, especialmente en la celebración de la eucaristía.

1.1.2.    La fe del catequista se tiene que alimentar asimismo de todo aquello que por voluntad del Padre nos ha sido revelado a los hombres a lo largo de la historia de salvación, tal y como nos ha sido transmitido en la Sagrada Escritura y en la Tradición de la Iglesia.
·         De ahí la necesidad de una meditación asidua de las realidades básicas de la fe:
     Los acontecimientos salvíficos —sentido y clave de toda la Escritura.
     Los valores evangélicos más fundamentales tal y como aparecen en las Bienaventuranzas y en el conjunto del Sermón del Monte.
     Las actitudes subyacentes al Padrenuestro configuradoras de toda oración y espiritualidad cristianas.
·         Ha de conocer y meditar asiduamente los contenidos básicos de la fe de la Iglesia tal y como los profesamos en el Credo.
·         La oración del catequista entrañará normalmente un tipo de meditación que sea fuente de un conocimiento vivo de los contenidos de la fe, entrañados en una experiencia personal propia que, luego, habrá que transmitir a otros. 

1.2.      El catequista, testigo de la esperanza
La esperanza del catequista nace, pues, de la misma fe que está llamado a anunciar:
1.2.1.    Confía en la palabra de Cristo, que nos asegura que el Reino de Dios es como una semilla que crece de modo imperceptible (cfr. Mc 4,26-28).
1.2.2.    Vive de la seguridad de que, al igual que Cristo resucitó, también nosotros resucitaremos, y si perseveramos hasta el final, heredaremos con Cristo:
·         Esta seguridad nos lleva, por un lado, a valorar, a trabajar y a esforzarnos decididamente por conservar y acrecentar tantas cosas buenas que el Señor ha sembrado y puesto para los hombres en esta vida como signo de su amor y providencia.
·         Inspirándonos en el apóstol san Pablo, podemos decir que la  esperanza cristiana ha de infundir en el catequista una energía interior que se manifiesta singularmente en la alegría íntima de saberse ministro del Evangelio, aunque ello mismo sea a la vez la causa de algunos (o muchos) sufrimientos.
1.2.3.    Apoyado en esta esperanza, el catequista, está seguro de poder superar los obstáculos y dificultades inherentes a su tarea. No le faltarán ánimos para asumir e incluso dar sentido a los sufrimientos que le sobrevendrán en el ejercicio de su función:
     Las malas disposiciones o limitaciones de los catecúmenos y catequizandos a quienes les cuesta responder al Evangelio.
      La propia falta de fe, creadora de una distancia dolorosa entre el Evangelio que anuncia y su vivencia real.
     Los contrasignos de la comunidad cristiana que desdicen el Evangelio que está llamada a transmitir.
     Las condiciones pobres y a menudo insuficientes en las que ha de realizar y desarrollar la catequesis.
     La oposición o el descrédito del hecho mismo religioso por parte de una sociedad cada vez más secularizada y laicista, que ha olvidado o, al menos, vive de espaldas a sus raíces cristianas.
     Las nuevas escalas de valores imperantes, tan alejadas de los criterios evangélicos cuando no claramente en contradicción.

1.3.      El catequista, testigo de la caridad
El catequista está llamado a vivir del amor de Dios que siempre se anticipa y se adelanta. Este amor se traduce en:
1.3.1.    Orar e interceder ante el Padre por los que le han sido confiados (cfr. Jn 17).
1.3.2.    Conocer a los catequizandos; se alegra y sufre con ellos, y comparte sus problemas y preocupaciones.
1.3.3.    Confiar en las posibilidades de todos y cada uno de los catecúmenos o catequizandos.
1.3.4.    Esperar con paciencia a que madure la semilla de la fe, y no se frustra si los frutos no llegan tan inmediatamente como a veces se imaginaba que llegarían.
1.3.5.    Procurar amar a todos y a cada uno de los catequizandos o catecúmenos con un amor incondicional, sabiendo que este amor constituye de por sí un signo muy importante de la gratuidad del amor de Dios.
 
2.       Dimensión eclesial de la espiritualidad del catequista
2.1.      La misión del catequista, de hecho, solo tiene sentido cuando se la percibe entroncada dentro de una Tradición viva que le precede y trasciende a su propia labor.
2.1.1.    El catequista sabe que es un testigo y un eslabón más de una larga tradición que deriva de los apóstoles (cfr. Dei Verbum 8).
2.1.2.    Quien catequiza transmite el Evangelio que, a su vez, ha recibido (cfr. 1 Co 15,3). La predicación apostólica se ha de conservar por transmisión continua hasta el fin de los tiempos (cfr. Dei Verbum 8).
2.1.3.    En la tradición apostólica hay ciertas constantes, inalterables al paso del tiempo, que configuran toda la misión de la Iglesia y, por tanto, de la catequesis.
2.1.4.    El catequista, al catequizar, transmite la fe que la Iglesia cree, celebra y vive.       
2.2.      El catequista vive su inserción con la Tradición viva de la Iglesia desde su inserción en una comunidad cristiana concreta y, como miembro activo de ella.
2.2.1.    El sentido eclesial del catequista —configurador de su identidad— ha de estar abierto y vinculado tanto a la Iglesia universal y particular como a la comunidad cristiana inmediata y al grupo de catequistas con los que actúa.
2.2.2.    El catequista ha de cuidar las relaciones y su sentido de pertenencia al grupo de catequistas, que ha de constituir en la comunidad cristiana un verdadero germen de vida eclesial.
2.2.3.    El catequista ha de contar y prestar atención a las otras realidades educativas que colaboran y ayudan en el proceso de fe de los catecúmenos y catequizandos: la familia, la escuela, las asociaciones y movimientos eclesiales, etc. 

3.       La espiritualidad del catequista: abierta a los problemas del hombre y de su tiempo
3.1.      La espiritualidad del catequista también y necesariamente, se ha de configurar desde su apertura a los problemas y situaciones de los hombres y mujeres de su tiempo, a quienes quiere transmitirles la fe de la Iglesia, adaptándose a su lenguaje, mentalidad y cultura.
3.1.1.    Esta atención al hombre por parte del catequista empieza por conocer a los catecúmenos o catequizandos de su grupo catequético.
3.1.2.    El servicio educativo del catequista no se detiene en las personas aisladas. El catequista ha de estar interesado en educar también las relaciones que se van estableciendo entre las personas del grupo; es decir, ha de favorecer y propiciar las primeras experiencias comunitarias entre los miembros de su grupo que les ayuden a crear su sentido de pertenencia a la Iglesia.

4.       El catequista, en cuanto servidor del evangelio, sirve al hombre y al mundo
La tarea catequética es profundamente humanizadora:
4.1.      Dar a conocer y vincular a una persona con Jesucristo, que es quien de verdad revela al hombre lo que es el hombre (Gaudium et spes 22) y transmitir el Evangelio, que es un mensaje que encierra un sentido profundo para la vida y responde a los deseos más hondos del corazón humano, es la mejor contribución que la Iglesia puede prestar al mundo y a la sociedad (cfr. Gaudium et spes 40-45).
4.2.      También es el mejor modo como cada creyente puede contribuir a humanizar su entorno y las personas que en él viven. La vida evangélica en la que inicia el catequista a catecúmenos y catequizandos proporciona una honda densidad humana en la vida diaria.

(Fuente: archimadrid.es) 

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