1. El catequista, testigo de la fe,
testigo de la esperanza, testigo de la caridad
Como toda
espiritualidad cristiana, también la de los catequistas se sustenta en
último término en la práctica y el ejercicio de las virtudes teologales:
la fe, la esperanza y la caridad.
1.1. El catequista, testigo de la fe
Si la tarea y función del catequista
es, fundamentalmente, iniciar en lo esencial de la fe:
1.1.1.
La
fe del catequista se tiene que alimentar necesariamente del encuentro vivo con
Jesucristo, que es quien nos conduce al Padre y nos entrega el
Espíritu Santo para que podamos creer que Jesús es el Señor, el enviado
por Dios para salvar y rescatar lo que estaba perdido.
·
El catequista habrá de cuidar,
sobre todo, el encuentro con Jesús en la celebración de los sacramentos,
y también en la oración personal y comunitaria.
·
La oración del catequista estará
imbuida de espíritu litúrgico. Debe saber encontrarse a gusto en
la fiesta, en la asamblea litúrgica, en las celebraciones
sacramentales, especialmente en la celebración de la eucaristía.
1.1.2.
La
fe del catequista se tiene que alimentar asimismo de todo aquello que por
voluntad del Padre nos ha sido revelado a los hombres a lo largo de
la historia de salvación, tal y como nos ha sido transmitido en la Sagrada
Escritura y en la Tradición de la Iglesia.
·
De ahí la necesidad de una
meditación asidua de las realidades básicas de la fe:
— Los acontecimientos salvíficos —sentido y
clave de toda la Escritura.
— Los valores evangélicos más fundamentales tal
y como aparecen en las Bienaventuranzas y en el conjunto del Sermón del
Monte.
— Las actitudes subyacentes al Padrenuestro configuradoras
de toda oración y espiritualidad cristianas.
·
Ha de conocer y meditar
asiduamente los contenidos básicos de la fe de la Iglesia tal y como los
profesamos en el Credo.
·
La oración del catequista
entrañará normalmente un tipo de meditación que sea fuente de un conocimiento
vivo de los contenidos de la fe, entrañados en una experiencia
personal propia que, luego, habrá que transmitir a otros.
1.2. El catequista, testigo de la esperanza
La esperanza del catequista nace, pues, de la
misma fe que está llamado a anunciar:
1.2.1.
Confía
en la palabra de Cristo, que nos asegura que el Reino de Dios es como una
semilla que crece de modo imperceptible (cfr. Mc 4,26-28).
1.2.2.
Vive de la seguridad de que, al
igual que Cristo resucitó, también nosotros resucitaremos, y si perseveramos
hasta el final, heredaremos con Cristo:
·
Esta seguridad nos lleva, por un
lado, a valorar, a trabajar y a esforzarnos decididamente por conservar y
acrecentar tantas cosas buenas que el Señor ha sembrado y puesto para los
hombres en esta vida como signo de su amor y providencia.
·
Inspirándonos en el apóstol san
Pablo, podemos decir que la esperanza
cristiana ha de infundir en el catequista una energía interior que se
manifiesta singularmente en la alegría íntima de saberse ministro
del Evangelio, aunque ello mismo sea a la vez la causa de
algunos (o muchos) sufrimientos.
1.2.3. Apoyado en esta esperanza, el catequista, está seguro de poder superar
los obstáculos y dificultades inherentes a su tarea. No le faltarán ánimos para
asumir e incluso dar sentido a los sufrimientos que le sobrevendrán en el
ejercicio de su función:
—
Las malas disposiciones o
limitaciones de los catecúmenos y catequizandos a quienes les cuesta responder
al Evangelio.
—
La propia falta de fe, creadora de una distancia dolorosa
entre el Evangelio que anuncia y su vivencia real.
—
Los contrasignos
de la comunidad cristiana que desdicen el Evangelio que está llamada
a transmitir.
—
Las condiciones pobres y a menudo
insuficientes en las que ha de realizar y desarrollar la catequesis.
—
La oposición o el descrédito del
hecho mismo religioso por parte de una sociedad cada vez más secularizada y
laicista, que ha olvidado o, al menos, vive de espaldas a sus raíces
cristianas.
—
Las nuevas escalas de valores
imperantes, tan alejadas de los criterios evangélicos cuando no claramente
en contradicción.
1.3. El catequista, testigo de la caridad
El
catequista está llamado a vivir del amor de Dios que siempre se anticipa y se
adelanta. Este amor se traduce en:
1.3.1. Orar
e interceder ante el Padre por los que le han sido confiados (cfr. Jn 17).
1.3.2. Conocer a
los catequizandos; se alegra y sufre con ellos, y comparte sus problemas y
preocupaciones.
1.3.3. Confiar en
las posibilidades de todos y cada uno de los catecúmenos o catequizandos.
1.3.4. Esperar con paciencia a que
madure la semilla de la fe, y no se frustra si los frutos no llegan tan inmediatamente
como a veces se imaginaba que llegarían.
1.3.5. Procurar
amar a todos y a cada uno de los catequizandos o catecúmenos con un
amor incondicional, sabiendo que este amor constituye de por sí un signo
muy importante de la gratuidad del amor de Dios.
2. Dimensión eclesial de la espiritualidad
del catequista
2.1.
La
misión del catequista, de hecho, solo tiene sentido cuando
se la percibe entroncada dentro de una Tradición viva
que le precede y trasciende a su propia labor.
2.1.1.
El catequista sabe que es un
testigo y un eslabón más de una larga tradición que deriva de los apóstoles
(cfr. Dei Verbum 8).
2.1.2.
Quien catequiza transmite el Evangelio que, a su vez, ha recibido
(cfr. 1 Co 15,3). La predicación apostólica se ha de conservar por
transmisión continua hasta el fin de los tiempos (cfr. Dei Verbum 8).
2.1.3.
En la tradición apostólica hay ciertas constantes, inalterables al
paso del tiempo, que configuran toda la misión de la Iglesia y, por tanto, de
la catequesis.
2.1.4.
El catequista, al catequizar, transmite la fe que la Iglesia cree,
celebra y vive.
2.2.
El
catequista vive su inserción con la Tradición viva de la Iglesia desde su
inserción en una comunidad cristiana concreta y, como miembro activo de ella.
2.2.1.
El sentido eclesial del catequista —configurador de su identidad— ha
de estar abierto y vinculado tanto a la Iglesia universal y particular
como a la comunidad cristiana inmediata y al grupo de catequistas con los
que actúa.
2.2.2.
El catequista ha de cuidar las relaciones y su sentido de pertenencia
al grupo de catequistas, que ha de constituir en la comunidad cristiana un verdadero
germen de vida eclesial.
2.2.3.
El catequista ha de contar y prestar atención a las otras realidades
educativas que colaboran y ayudan en el proceso de fe de los catecúmenos y
catequizandos: la familia, la escuela, las asociaciones y movimientos
eclesiales, etc.
3. La espiritualidad del catequista:
abierta a los problemas del hombre y de su tiempo
3.1.
La
espiritualidad del catequista también y necesariamente, se ha de configurar
desde su apertura a los problemas y situaciones de los hombres y
mujeres de su tiempo, a quienes quiere transmitirles la fe de la
Iglesia, adaptándose a su lenguaje, mentalidad y cultura.
3.1.1. Esta atención al hombre por
parte del catequista empieza por conocer a los catecúmenos o catequizandos
de su grupo catequético.
3.1.2. El servicio educativo del
catequista no se detiene en las personas aisladas. El catequista ha de estar
interesado en educar también las relaciones que se van estableciendo entre
las personas del grupo; es decir, ha de favorecer y propiciar las primeras
experiencias comunitarias entre los miembros de su grupo que les ayuden a crear
su sentido de pertenencia a la Iglesia.
4. El catequista, en cuanto servidor del
evangelio, sirve al hombre y al mundo
La
tarea catequética es profundamente humanizadora:
4.1. Dar a conocer y vincular a una persona
con Jesucristo, que es quien de verdad revela al hombre lo que es el hombre (Gaudium
et spes 22) y transmitir el Evangelio, que es un mensaje que encierra
un sentido profundo para la vida y responde a los deseos más hondos
del corazón humano, es la mejor contribución que la Iglesia puede prestar
al mundo y a la sociedad (cfr. Gaudium et spes 40-45).
4.2. También es el mejor modo como
cada creyente puede contribuir a humanizar su entorno y las personas que
en él viven. La vida evangélica en la que inicia el catequista
a catecúmenos y catequizandos proporciona una honda densidad humana en la
vida diaria.
(Fuente: archimadrid.es)
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