Santo Cura de Ars: Pide a Dios que nos envíe siempre buenos párrocos como tú.
Uno de los santos más populares en los últimos
tiempos ha sido San Juan Vianey, llamado el santo Cura de Ars. En él se ha
cumplido lo que dijo San Pablo: "Dios ha escogido lo que no vale a los
ojos del mundo, para confundir a los grandes".
Era un campesino de mente rústica, nacido en
Dardilly, Francia, el 8 de mayo de 1786. Durante su infancia estalló la
Revolución Francesa que persiguió ferozmente a la religión católica. Así que él
y su familia, para poder asistir a misa tenían que hacerlo en celebraciones
hechas a escondidas, donde los agentes del gobierno no se dieran cuenta, porque
había pena de muerte para los que se atrevieran a practicar en público
sulreligión. La primera comunión la hizo Juan María a los 13 años, en una
celebración nocturna, a escondidas, en un pajar, a donde los campesinos
llegaban con bultos de pasto, simulando que iban a alimentar sus ganados, pero
el objeto de su viaje era asistir a la Santa Misa que celebraba un sacerdote,
con grave peligro de muerte, si los sorprendían las autoridades.
Juan María deseaba ser sacerdote, pero a su padre no
le interesaba perder este buen obrero que le cuidaba sus ovejas y le trabajaba
en el campo. Además no era fácil conseguir seminarios en esos tiempos tan
difíciles. Y como estaban en guerra, Napoléon mandó reclutar todos los
muchachos
mayores de 17 años y llevarlos al ejército. Y uno de los reclutados
fue nuestro biografiado. Se lo llevaron para el cuartel, pero por el camino,
por entrar a una iglesia a rezar, se perdió del gurpo. Volvió a presentarse,
pero en el viaje se enfermó y lo llevaron una noche al hospital y cuando al día
siguiente se repuso ya los demás se habían ido. Las autoridades le ordenaron
que se fuera por su cuenta a alcanzar a los otros, pero se encontró con un hombre
que le dijo. "Sígame, que yo lo llevaré a donde debe ir". Lo siguió y
después de mucho caminar se dio cuenta de que el otro era un desertor que huía
del ejército, y que se encontraban totalmente lejos del batallón.
Y al llegar a un pueblo, Juan María se fue a
donde el alcalde a contarle su caso. La ley ordenaba pena de muerte a quien
desertara del ejército. Pero el alcalde que era muy bondadoso escondió al joven
en su casa, y lo puso a dormir en un pajar, y así estuvo trabajando escondido
por bastante tiempo, cambiándose de nombre, y escondiéndose muy hondo entre el
pasto seco, cada vez que pasaban por allí grupos del ejército. Al fin en 1810,
cuando Juan llevaba 14 meses de desertor el emperador Napoleón dio un decreto
perdonando la culpa a todos los que se habían fugado del ejército, y Vianey
pudo volver otra vez a su hogar.
Trató de ir a estudiar al seminario pero su intelecto
era romo y duro, y no lograba aprender nada. Los profesores exclamaban:
"Es muy buena persona, pero no sirve para estudiante No se le queda
nada". Y lo echaron.
Se fue en peregrinación de muchos días hasta la tumba
de San Francisco Regis, viajando de limosna, para pedirle a ese santo su ayuda
para poder estudiar. Con la peregrinación no logró volverse más inteligente,
pero adquirió valor para no dejarse desanimar por las dificultades.
El Padre Balley había fundado por su cuenta un
pequeño seminario y allí recibió a Vianey. Al principio el sacerdote se
desanimaba al ver que a este pobre muchacho no se le quedaba nada de lo que él
le enseñaba Pero su conducta era tan excelente, y su criterio y su buena
voluntad tan admirables que el buen Padre Balley dispuso hacer lo posible y lo
imposible por hacerlo llegar al sacerdocio.
Después de prepararlo por tres años, dándole clases
todos los días, el Padre Balley lo presentó a exámenes en el seminario. Fracaso
total. No fue capaz de responder a las preguntas que esos profesores tan sabios
le iban haciendo. Resultado: negativa total a que fuera ordenado de sacerdote.
Su gran benefactor, el Padre Balley, lo siguió
instruyendo y lo llevó a donde sacerdotes santos y les pidió que examinaran si
este joven estaba preparado para ser un buen sacerdote. Ellos se dieron cuenta
de que tenía buen criterio, que sabía resolver problemas de conciencia, y que era
seguro en sus apreciaciones en lo moral, y varios de ellos se fueron a
recomendarlo al Sr. Obispo. El prelado al oír todas estas cosas les preguntó:
¿El joven Vianey es de buena conducta? - Ellos le repondieron: "Es
excelente persona. Es un modelo de comportamiento. Es el seminarista menos
sabio, pero el más santo" "Pues si así es - añadió el prelado - que
sea ordenado de sacerdote, pues aunque le falte ciencia, con tal de que tenga
santidad, Dios suplirá lo demás".
Y así el 12 de agosto de 1815, fue ordenado
sacerdote, este joven que parecía tener menos inteligencia de la necesaria para
este oficio, y que luego llegó a ser el más famoso párroco de su siglo (4 días
después de su ordenación, nació San Juan Bosco). Los primeros tres años los
pasó como vicepárroco del Padre Balley, su gran amigo y admirador.
Unos curitas muy sabios habían dicho por burla:
"El Sr. Obispo lo ordenó de sacerdote, pero ahora se va a encartar con él,
porque ¿a dónde lo va a enviar, que haga un buen papel?".
Y el 9 de febrero de 1818 fue envaido a la
parroquia más pobre e infeliz. Se llamaba Ars. Tenía 370 habitantes. A misa los
domingos no asistían sino un hombre y algunas mujeres. Su antecesor dejó
escrito: "Las gentes de esta parroquia en lo único en que se diferecian de
los ancianos, es en que ... están bautizadas". El pueblucho estaba lleno
de cantinas y de bailaderos. Allí estará Juan Vianey de párroco durante 41
años, hasta su muerte, y lo transformará todo.
El nuevo Cura Párroco de Ars se propuso un método
triple para cambiar a las gentes de su desarrapada parroquia. Rezar mucho.
Sacrificarse lo más posible, y hablar fuerte y duro. ¿Qué en Ars casi nadie iba
a la Misa? Pues él reemplazaba esa falta de asistencia, dedicando horas y más
horas a la oración ante el Santísimo Sacramento en el altar. ¿Qué el pueblo
estaba lleno de cantinas y bailaderos? Pues el párroco se dedicó a las más
impresionantes penitencias para convertirlos. Durante años solamente se
alimentará cada día con unas pocas papas cocinadas. Los lunes cocina una docena
y media de papas, que le duran hasta el jueves. Y en ese día hará otro cocinado
igual con lo cual se alimentará hasta el domingo. Es verdad que por las noches
las cantinas y los bailaderos están repletos de gentes de su parroquia, pero
también es verdad que él pasa muchas horas de cada noche rezando por ellos. ¿Y
sus sermones? Ah, ahí si que enfoca toda la artillería de sus palabras contra
los vicios de sus feligreses, y va demoliendo sin compasión todas las trampas
con las que el diablo quiere perderlos.
Cuando el Padre Vianey empieza a volverse famoso
muchas gentes se dedican a criticarlo. El Sr. Obispo envía un visitador a que
oiga sus sermones, y le diga que cualidades y defectos tiene este predicador.
El enviado vuelve trayendo noticias malas y buenas.
El prelado le pregunta: "¿Tienen algún defecto
los sermones del Padre Vianey? - Sí, Monseñor: Tiene tres defectos. Primero,
son muy largos. Segundo, son muy duros y fuertes. Tercero, siempre habla de los
mismos temas: los pecados, los vicios, la muerte, el juicio, el infierno y el
cielo". - ¿Y tienen también alguna cualidad estos sermones? - pregunta
Monseñor-. "Si, tienen una cualidad, y es que los oyentes se conmueven, se
convierten y empiezan una vida más santa de la que llevaban antes".
El Obispo satisfecho y sonriente exclamó: "Por
esa última cualidad se le pueden perdonar al Párroco de Ars los otros tres
defectos".
Los primeros años de su sacerdocio, duraba tres o más
horas leyendo y estudiando, para preparar su sermón del domingo. Luego
escribía. Durante otras tres o más horas paseaba por el campo recitándole su
sermón a los árboles y al ganado, para tratar de aprenderlo. Después se
arrodillaba por horas y horas ante el Santísimo Sacramento en el altar,
encomendándo al Señor lo que iba decir al pueblo. Y sucedió muchas veces que al
empezar a predicar se le olvidaba todo lo que había preparado, pero lo que le
decía al pueblo causaba impresionantes conversiones. Es que se había preparado
bien antes de predicar.
Pocos santos han tenido que entablar luchas tan
tremendas contra el demonio como San Juan Vianey. El diablo no podía ocultar su
canalla rabia al ver cuantas almas le quitaba este curita tan sencillo. Y lo
atacaba sin compasión. Lo derribaba de la cama. Y hasta trató de prenderle
fuego a su habitación . Lo despertaba con ruidos espantosos. Una vez le gritó:
"Faldinegro odiado. Agradézcale a esa que llaman Virgen María, y si no ya
me lo habría llevado al abismo".
Un día en una misión en un pueblo, varios sacerdotes
jovenes dijeron que eso de las apariciones del demonio eran puros cuentos del
Padre Vianey. El párroco los invitó a que fueran a dormir en el dormitorio
donde iba a pasar la noche el famoso padrecito. Y cuando empezaron los
tremendos ruidos y los espantos diabólicos, salieron todos huyendo en pijama
hacia el patio y no se atrevieron a volver a entrar al dormitorio ni a volver a
burlarse del santo cura. Pero él lo tomaba con toda calma y con humor y decía:
"Con el patas hemos tenido ya tantos encuentros que ahora parecemos dos
compinches". Pero no dejaba de quitarle almas y más almas al maldito
Satanás.
Cuando concedieron el permiso para que lo ordenaran
sacerdote, escribieron: "Que sea sacerdote, pero que no lo pongan a
confesar, porque no tiene ciencia para ese oficio". Pues bien: ese fue su
oficio durante toda la vida, y lo hizo mejor que los que sí tenían mucha
ciencia e inteligencia. Porque en esto lo que vale son las iluminaciones del
Espíritu Santo, y no nuestra vana ciencia que nos infla y nos llena de tonto
orgullo.
Tenía que pasar 12 horas diarias en el confesionario
durante el invierno y 16 durante el verano. Para confesarse con él había que
apartar turno con tres días de anticipación. Y en el confesionario conseguía
conversiones impresionantes.
Desde 1830 hasta 1845 llegaron 300 personas cada día
a Ars, de distintas regiones de Francia a confesarse con el humilde sacerdote
Vianey. El último año de su vida los peregrinos que llegaron a Ars fueron 100
mil. Junto a la casa cural había varios hoteles donde se hospedaban los que
iban a confesarse.
A las 12 de la noche se levantaba el santo
sacerdote. Luego hacía sonar la campana de la torre, abría la iglesia y
empezaba a confesar. A esa hora ya la fila de penitentes era de más de una
cuadra de larga. Confesaba hombres hasta las seis de la mañana. Poco después de
las seis empezaba a rezar los salmos de su devocionario y a prepararse a la
Santa Misa. A las siete celebraba el santo oficio. En los últimos años el
Obispo logró que a las ocho de la mañana se tomara una taza de leche.
De ocho a once confesaba mujeres. A las 11 daba una
clase de catecismo para todas las personas que estuvieran ahí en el templo.
Eran palabras muy sencillas que le hacían inmenso bien a los oyentes.
A las doce iba a tomarse un ligerísimo almuerzo.
Se bañaba, se afeitaba, y se iba a visitar un instituto para jóvenes pobres que
él costeaba con las limosnas que la gente había traido. Por la calle la gente
lo rodeaba con gran veneración y le hacían consultas.
De una y media hasta las seis seguía confesando. Sus
consejos en la confesión eran muy breves. Pero a muchos les leía los pecados en
su pensamiento y les decía los pecados que se les habían quedado sin decir. Era
fuerte en combatir la borrachera y otros vicios.
En el confesionario sufría mareos y a ratos le
parecía que se iba a congelar de frío en el invierno y en verano sudaba
copiosamente. Pero seguía confesando como si nada estuviera sufriendo. Decía:
"El confesionario es el ataúd donde me han sepultado estando todavía
vivo". Pero ahí era donde conseguía sus grandes triunfos en favor de las
almas.
Por la noche leía un rato, y a las ocho se acostaba,
para de nuevo levantarse a las doce de la noche y seguir confesando.
Cuando llegó a Ars solamente iba un hombre a misa.
Cuando murió solamente había un hombre en Ars que no iba a misa. Se cerraron
muchas cantinas y bailaderos.
En Ars todos se sentían santamente orgullosos de
tener un párroco tan santo. Cuando él llegó a esa parroquia la gente trabajaba
en domingo y cosechaba poco. Logró poco a poco que nadie trabajara en los
campos los domingos y las cosechas se volvieron mucho mejores.
Siempre se creía un miserable pecador. Jamás hablaba
de sus obras o éxitos obtenidos. A un hombre que lo insultó en la calle le
escribió una carta humildísima pidiendole perdón por todo, como si el hubiera
sido quién hubiera ofendido al otro. El obispo le envió un distintivo elegante
de canónigo y nunca se lo quiso poner. El gobierno nacional le concedió una
condecoración y él no se la quiso colocar. Decía con humor: "Es el colmo:
el gobierno condecorando a un cobarde que desertó del ejército". Y Dios
premió su humildad con admirables milagros.
El 4 de agosto de 1859 pasó a recibir su premio en la
eternidad.
(Fuente: ewtn.com)
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