Seguimos con la catequesis sobre la familia. En esta
catequesis me gustaría tocar un aspecto muy común en la vida de nuestras
familias, el de la enfermedad. Es una experiencia de nuestra fragilidad, que
vivimos principalmente en la familia, desde niños, y luego sobre todo siendo
ancianos. Cuando llegan los achaques.
En el ámbito de los lazos familiares, la enfermedad de las
personas que amamos es padecida con un “plus” de sufrimiento y angustia. Es el
amor el que nos hace sentir este “plus”. Para un padre y una madre, muchas
veces es más difícil de soportar el dolor de un hijo, una hija, que el
suyo propio. La familia, podemos decir, siempre ha sido el “hospital” más
cercano. Todavía hoy, en muchas partes del mundo, el hospital es un privilegio
para unos pocos, y con frecuencia está lejos. Son la madre, el padre, los
hermanos, las hermanas, las abuelas, los que garantizan el cuidado y ayudan a
sanar.
En los Evangelios, muchas páginas hablan de los encuentros
de Jesús con los enfermos y su compromiso por sanarlos. Se presenta
públicamente como un luchador contra la enfermedad y que ha venido para sanar
al hombre de todo mal. El mal del espíritu y el mal del cuerpo.
Es realmente conmovedora la escena evangélica apenas
mencionada en el Evangelio de Marcos. Dice así: “Cuando llegó la noche, después
de la puesta del sol, le trajeron todos los enfermos y endemoniados”. Si
pienso
en las grandes ciudades contemporáneas, me pregunto dónde están las puertas
ante las cuales llevar a los enfermos esperando que sean sanados. Jesús nunca
se ha desentendido de su cuidado. Nunca ha pasado de largo, nunca ha vuelto la
cara hacia otro lado. Y cuando un padre o una madre, o incluso simplemente
gente amiga le llevaban delante de un enfermo, para que lo tocase y lo sanase,
no ponía tiempo de por medio; la curación estaba antes que la ley, incluso de
aquella tan sagrada como el descanso del sábado. Los doctores de la ley
reprendían a Jesús, porque curaba en sábado. Hacía el bien el sábado. Pero el
amor de Jesús era dar la salud, hacer el bien. Y eso está en el primer lugar
siempre.
Jesús envía a sus discípulos a hacer su misma obra y les da
el poder de curar, ósea para acercarse a los enfermos y cuidarlos hasta el
final. Debemos tener bien en cuenta lo que dijo a los discípulos en el episodio
del ciego de nacimiento. Los discípulos --¡con el ciego delante!-- Discutían
sobre quién había pecado (¿por qué había nacido ciego?), él o sus padres, para
causar su ceguera. El Señor dijo claramente: ni él, ni sus padres; es así para
que se manifiesten en él las obras de Dios. Y lo sanó. ¡Esa es la gloria de
Dios! ¡Esa es la tarea de la Iglesia! Ayudar a los enfermos, no perderse en
chismorreos. Ayudar siempre, consolar, levantar, estar cerca de los enfermos. Y
esa es la tarea.
La Iglesia nos invita a orar continuamente por nuestros
seres queridos afectados por el mal. La oración por los enfermos nunca debe faltar.
Mejor dicho debemos orar más, tanto a nivel personal y en comunidad. Pensemos
al episodio evangélico de la mujer cananea. Es una mujer pagana, no era del
pueblo de Israel, era una pagana, que suplica a Jesús que sane a su hija.
Jesús, para probar su fe, en primer lugar responde con dureza: “No puedo, debo
pensar antes a las ovejas de Israel”. La mujer no retrocede --una madre, cuando
pide ayuda para su criatura, ¡nunca se rinde! Todos lo sabemos esto, ¿eh? Las
madres luchan por los hijos, ¿eh?-- y Jesús responde a esta mujer: “También a
los perritos, cuando los dueños se han alimentado, se les da algo”. Como
diciendo: 'pero por lo menos mírame como una perrita'. Y Jesús le dice: “Mujer,
¡grande es tu fe! Que se haga como deseas”.
Frente a la enfermedad, también surgen dificultades en la
familia, a causa de la debilidad humana. Pero, en general, el tiempo de la
enfermedad refuerza los lazos familiares. Y pienso en lo importante que es
educar a los hijos desde pequeños en la solidaridad en el tiempo de la
enfermedad. Una educación que deja de lado la sensibilidad por la enfermedad
humana, endurece el corazón. Y hace que los chicos estén “anestesiados” ante el
sufrimiento de los demás, incapaces de confrontarse con el sufrimiento y de
vivir la experiencia del límite.
Pero cuántas veces vemos llegar al trabajo, y todos lo hemos
visto, un hombre, una mujer, con la cara cansada, con la actitud cansada.
'Pero, ¿qué pasa?' 'He dormido solo dos horas, porque en casa nos turnamos',
para estar cerca del niño, la niña, enfermo, del abuelo, de la abuela. Y la
jornada continúa con el trabajo. Pero estas cosas son heroicas. ¡Son las
heroicidades de las familias! Esas heroicidades escondidas, que se hacen cuando
uno está enfermo, cuando el padre, la madre, el hijo, la hija están enfermos. Y
se hacen con ternura y valentía.
La debilidad y el sufrimiento de nuestros afectos más
queridos y más sagrados, pueden ser, para nuestros hijos y nuestros nietos, una
escuela de vida, --educar a los hijos y los nietos a entender esta cercanía en
la enfermedad en la familia-- y se convierten cuando los momentos de
enfermedad están acompañados por la oración y la cercanía afectuosa y atenta de
los familiares. La comunidad cristiana sabe bien que la familia, en la prueba
de la enfermedad, no debe ser dejada sola. Y debemos agradecer al Señor por las
hermosas experiencias de fraternidad eclesial que ayudan a las familias a
atravesar el difícil momento del dolor y sufrimiento. Esta proximidad
cristiana, de familia a familia, es un verdadero tesoro para la parroquia; un
tesoro de sabiduría, que ayuda a las familias en los momentos difíciles y hace
entender el Reino de Dios mejor que muchos discursos. Son caricias de Dios.
¡Gracias!
(Texto traducido y
transcrito del audio por ZENIT)
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