Queridos hermanos y hermanas, buenos días.
Con esta catequesis retomamos nuestra reflexión sobre la
familia. Después de haber hablado la última vez, de las familias heridas a
causa de la incomprensión de los cónyuges, hoy quisiera detener nuestra
atención sobre otra realidad: cómo cuidar de aquellos que, después de un fallo
irreversible de su unión matrimonial, han comenzado una nueva unión.
La Iglesia sabe que esta situación contradice el Sacramento
cristiano. Sin embargo, su mirada de maestra que viene siempre de un corazón de
madre; un corazón que, animado por el Espíritu Santo, busca siempre el bien y
la salvación de las personas. Por eso siente el deber, “por amor a la verdad”,
de “discernir bien las situaciones”. Así se expresaba san Juan Pablo II, en la
Exhortación apostólica Familiaris consortio (n. 84), dando como ejemplo
la diferencia entre quien ha sufrido la separación respecto a quien la ha
provocado. Se debe hacer este discernimiento.
Si después miramos también estos nuevos lazos con los ojos
de los hijos pequeños, los pequeños miran, de los niños, vemos aún más la
urgencia de desarrollar en nuestras comunidades una acogida real hacia las
personas que viven estas situaciones. Por esto, es importante que el estilo de
la comunidad, su lenguaje, sus actitudes, estén siempre atentos a las personas,
a partir de los pequeños, ellos son quienes más sufren estas situaciones.
Después de todo, ¿cómo podríamos aconsejar a estos padres hacer de todo para
educar a los hijos en la vida cristiana, dando ellos el ejemplo de una fe
convencida y practicada, si los tenemos alejados de la vida de la comunidad
como si fueran excomulgados? No se deben añadir otros pesos a aquellos que los
hijos, en estas situaciones, ¡ya deben cargar! Lamentablemente, el número de
estos niños y jóvenes es realmente grande. Es importante que ellos sientan a la
Iglesia como madre atenta a todos, dispuesta siempre a la escucha y al
encuentro.
En estos decenios, en realidad, la Iglesia no ha sido ni
insensible ni perezosa. Gracias a la profundización cumplida por los Pastores,
guiados y confirmados por mis predecesores, ha crecido mucho la conciencia de
que es necesaria una acogida fraterna y atenta, en el amor y en la verdad,
hacia los bautizados que han establecido una nueva convivencia después del
fracaso del matrimonio sacramental; de hecho, estas personas no son
excomulgadas, no están excomulgadas, y no van absolutamente tratadas como
tales: forman parte siempre de la Iglesia.
El papa Benedicto XVI intervino sobre esta cuestión,
solicitando un discernimiento atento y un sabio acompañamiento pastoral,
sabiendo que no existen “recetas simples” (Discurso al VII Encuentro Mundial
de las Familias, Milán, 2 junio 2012, respuesta n. 5).
De aquí la reiterada invitación de los Pastores a manifestar
abiertamente y coherentemente la disponibilidad de la comunidad a acogerles y a
animarles, para que vivan y desarrollen cada vez más su pertenencia a Cristo y
a la Iglesia con la oración, con la escucha de la Palabra de Dios, con la
frecuencia a la liturgia, con la educación cristiana de los hijos, con la
caridad y el servicio a los pobres, con el compromiso por la justicia y la paz.
El ícono bíblico del Buen Pastor (Jn 10, 11-18)
resume la misión que Jesús ha recibido del Padre: la de dar la vida por las
ovejas. Tal actitud es un modelo también para la Iglesia, que acoge a sus hijos
como una madre que dona su vida por ellos. “La Iglesia está llamada a ser
siempre la casa abierta del Padre. Ninguna puerta cerrada. Todos pueden participar
de alguna manera en la vida eclesial, todos pueden formar parte de la
comunidad. La Iglesia es la casa paterna donde hay sitio para cada uno con su
vida a cuestas” (Exort. ap.Evangelii gaudium, n. 47).
Del mismo modo, todos los cristianos están llamados a imitar
al Buen Pastor. Sobre todo las familias cristianas pueden colaborar con Él
cuidando de las familias heridas, acompañándolas en la vida de fe de la
comunidad. Cada uno haga su parte asumiendo la actitud del Buen Pastor, que
conoce cada una de sus ovejas ¡y no excluye a ninguna de su infinito amor!
Gracias.
(Texto traducido por ZENIT )
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