Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy queremos detenernos en un don del Espíritu Santo que
muchas veces se entiende mal o se considera de manera superficial, y, en
cambio, toca el corazón de nuestra identidad y nuestra vida cristiana: se trata
del don de piedad.
Es necesario aclarar inmediatamente que este don no se
identifica con el tener compasión de alguien, tener piedad del prójimo, sino
que indica nuestra pertenencia a Dios y nuestro vínculo profundo con Él, un
vínculo que da sentido a toda nuestra vida y que nos mantiene firmes, en
comunión con Él, incluso en los momentos más difíciles y tormentosos.
Este vínculo con el Señor no se debe entender como un deber
o una imposición. Es un vínculo que viene desde dentro. Se trata de una
relación vivida con el corazón: es nuestra amistad con Dios, que nos dona
Jesús, una amistad que cambia nuestra vida y nos llena de entusiasmo, de
alegría. Por ello, ante todo, el don de piedad suscita en nosotros la gratitud
y la alabanza. Es esto, en efecto, el motivo y el sentido más auténtico
de nuestro culto y de nuestra adoración. Cuando el Espíritu Santo nos hace
percibir la presencia del Señor y todo su amor por nosotros, nos caldea el
corazón y nos mueve casi naturalmente a la oración y a la celebración. Piedad,
por lo tanto, es sinónimo de auténtico espíritu religioso, de confianza filial
con Dios, de esa capacidad de dirigirnos a Él con amor y sencillez, que es
propia de las personas humildes de corazón.
Si el don de piedad nos hace crecer en la relación y en la
comunión con Dios y nos lleva a vivir como hijos suyos, al mismo tiempo nos
ayuda a volcar este amor también en los demás y a reconocerlos como
hermanos. Y entonces sí que seremos movidos por sentimientos de piedad —¡no
de pietismo!— respecto
a quien está a nuestro lado y de aquellos que
encontramos cada día. ¿Por qué digo no de pietismo? Porque algunos piensan que
tener piedad es cerrar los ojos, poner cara de estampa, aparentar ser como un
santo. En piamontés decimos: hacer la «mugna quacia». Esto no es el don de
piedad. El don de piedad significa ser verdaderamente capaces de gozar con
quien experimenta alegría, llorar con quien llora, estar cerca de quien está
solo o angustiado, corregir a quien está en el error, consolar a quien está
afligido, acoger y socorrer a quien pasa necesidad. Hay una relación muy
estrecha entre el don de piedad y la mansedumbre. El don de piedad que nos da
el Espíritu Santo nos hace apacibles, nos hace serenos, pacientes, en paz con
Dios, al servicio de los demás con mansedumbre.
Queridos amigos, en la Carta a los Romanos el apóstol Pablo
afirma: «Cuantos se dejan llevar por el Espíritu de Dios, esos son hijos de
Dios. Pues no habéis recibido un espíritu de esclavitud, para recaer en el
temor, sino que habéis recibido un Espíritu de hijos de adopción, en el que
clamamos: “¡Abba, Padre!”» (Rm 8, 14-15). Pidamos al Señor que el
don de su Espíritu venza nuestro temor, nuestras inseguridades, también nuestro
espíritu inquieto, impaciente, y nos convierta en testigos gozosos de Dios y de
su amor, adorando al Señor en verdad y también en el servicio al prójimo con
mansedumbre y con la sonrisa que siempre nos da el Espíritu Santo en la
alegría. Que el Espíritu Santo nos dé a todos este don de piedad.
Saludos
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en
particular a los grupos provenientes de España, Argentina, México, Guatemala,
República Dominicana y otros países latinoamericanos. Que el Corazón de Jesús,
al que está dedicado especialmente el mes de junio, nos enseñe a amar a Dios
como hijos y al prójimo como hermanos. Gracias.
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