Queridos hermanos y hermanas,
en la primera catequesis sobre la Iglesia, el miércoles
pasado, hemos iniciado de la iniciativa de Dios que quiere formar un pueblo que
lleva su bendición a todos los pueblos de la tierra. Comienza con Abraham y
después, con mucha paciencia -- y Dios la tiene, tiene mucha-- prepara este
pueblo en la Antigua Alianza hasta que, en Jesucristo, lo constituye como signo
e instrumento de la unión de los hombres con Dios y entre ellos.
Hoy queremos detenernos sobre la importancia, para el
cristiano, de pertenecer a este pueblo. Hablamos de la pertenencia a la
Iglesia. No estamos solos y no somos cristianos a título individual, cada uno
por su cuenta: ¡nuestra identidad cristiana es pertenencia! Somos cristianos
porque nosotros pertenecemos a la Iglesia.
Es como un apellido: si el nombre es 'soy cristiano' el
apellido es 'pertenezco a la Iglesia'. Es muy bonito darse cuenta cómo esta
pertenencia sea expresada también en el nombre que Dios se atribuye a sí mismo.
Respondiendo a Moisés, en el episodio estupendo de la zarza
ardiente, se define como el Dios de los padres, --no dice yo soy el
Omnipotente-- Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob. De esta forma Él
de manifiesta como Dios que ha hecho una alianza con nuestros padres y
permanece siempre fiel a su pacto, y nos llama a entrar en esta relación que
nos precede.
Esta relación de Dios con su pueblo nos precede a todos
nosotros, desde aquel tiempo. En este sentido, el
pensamiento va en primer
lugar, con gratitud, a aquellos que nos han precedido y que nos han acogido en
la Iglesia.
¡Nadie se hace cristiano por sí mismo! ¿Está claro esto?
Nadie se hace cristiano por sí mismo. No se hacen cristianos en el laboratorio.
El cristiano es parte de un pueblo que viene de lejos. El cristiano pertenece a
un pueblo que se llama Iglesia y esta Iglesia lo hace cristiano, el día del
bautismo, ¿se entiende? Y después con el recorrido de la catequesis, y tantas
cosas. Pero nadie, nadie, se hace cristiano por sí.
Sí nosotros creemos, si sabemos rezar, si conocemos al Señor
y podemos escuchar su Palabra, si lo sentimos cerca y lo reconocemos en los
hermanos, es porque otros, antes que nosotros, han vivido la fe y después nos la
han transmitido, la fe la hemos recibida de nuestros padres, de nuestros
antepasados y ellos nos la han enseñado.
Si lo pensamos bien, quién sabe cuántos rostros queridos nos
pasan delante de los ojos, en este momento: puede ser el rostro de los padres que
han pedido para nosotros el bautismo; el de nuestros abuelos o algún familiar
que nos ha enseñado a hacer el signo de la cruz y a recitar las primeras
oraciones.
Yo siempre recuerdo mucho el rostro e la religiosa que me ha
enseñado el catecismo y siempre me viene, está en el cielo seguro porque es una
mujer santa, yo la recuerdo siempre y doy gracias a Dios por esta religiosa. O
el rostro del párroco, de otro sacerdote, o de una religiosa, de un catequista,
que nos ha transmitido el contenido de la fe y nos ha hecho crecer como
cristianos. Esta es la Iglesia: es una gran familia en la cual se es acogido y
se aprende a vivir como creyentes y discípulos del Señor.
Este camino lo podemos vivir no sólo gracias a otras
personas, sino junto a otras personas. En la Iglesia no existe el 'hazlo tú',
no existen 'bateadores libres'. ¡Cuántas veces el papa Benedicto ha descrito la
Iglesia como un 'nosotros' eclesial! A veces sucede que se oye a alguien decir:
"yo creo que Dios. Creo en Jesús, pero la Iglesia no me interesa..."
¿Cuántas veces hemos oído esto? Y esto no va.
Hay quien afirma poder tener una relación personal, directa,
inmediata con Jesucristo fuera de la comunión y de la mediación de la Iglesia.
Son tentaciones peligrosas y dañinas. Son, como decía, el gran Pablo VI,
dicotomías absurdas. Es verdad que caminar juntos es laborioso, y a veces puede
resultar cansado: puede suceder que algún hermano o alguna hermana nos dé
problemas, o escándalo... Pero el Señor ha confiado su mensaje de salvación a
las personas humanas, a todos nosotros, a los testigos; y es en nuestros
hermanos y hermanas, con sus dones y sus límites, que viene a nuestro encuentro
y se hace reconocer.
Y esto significa pertenecer a la Iglesia. Recordadlo bien,
ser cristiano significa pertenecer a la Iglesia. El nombre es cristiano, el
apellido es pertenencia a la Iglesia.
Queridos amigos, pidamos al Señor, por intercesión de la
Virgen María, Madre de la Iglesia, la gracia de no caer nunca en la tentación
de pensar poder prescindir de los otros, poder prescindir de la Iglesia, poder
salvarnos solos, de ser cristianos de laboratorio. Al contrario, no se puede
amar a Dios sin amar a los hermanos; no se puede amar a Dios fuera de la
Iglesia, no se puede estar en comunión con Dios sin estarlo con la Iglesia y no
podemos ser buenos cristianos si no junto a todos aquellos que buscan seguir al
Señor Jesús, como un único pueblo, un único pueblo, y esto es la Iglesia.
Gracias.
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