Si el primer lugar de encuentro con el Resucitado es la
comunidad de discípulos, ésta se constituye como tal, no por iniciativa propia,
sino convocada por el mismo Señor Resucitado, por medio de su Palabra y de la
fracción del pan. La Eucaristía es la “fuente y la cima” de la vida y de la
comunidad cristianas. Las experiencias que constituyeron el contexto de los
encuentros con Cristo pascual fueron experiencias sobre todo eucarísticas. Es
en ese contexto preciso en el que los discípulos vieron al que había muerto en
la Cruz, pero ya no estaba en el sepulcro.
¿Qué significa aquí “ver”? ¿Por qué escribimos este verbo
así, entre comillas?
El evangelio de los discípulos de Emaús lo explica de manera
especialmente elocuente. Ahí se entiende bien qué vieron ellos, y qué significa
para nosotros hoy ver a Cristo Resucitado.
Esos dos discípulos eran, tal vez, un matrimonio; otras
versiones dicen que, puesto que se da el nombre de uno de ellos, Cleofás, el
otro podía haber sido el evangelista Lucas, que, sin embargo, dejó la cuestión
abierta. Ello nos da la oportunidad de poner el propio nombre junto al de
Cleofás en este texto modélico para todo cristiano. En estos dos discípulos se
refleja dramáticamente el trauma y la desilusión producida por la muerte de
Jesús. Vuelven a la vida de siempre después de haber despertado de un sueño:
“nosotros esperábamos que él fuera el liberador de Israel”; un sueño que acabó
convertido en una pesadilla: “los jefes de los sacerdotes y nuestras
autoridades lo entregaron para que lo condenaran a muerte y lo crucificaran”.
El camino que están haciendo muestra que el grupo de los
discípulos están en proceso de disgregación. Para
un judío la cosa es clara: si
Jesús acabó así, es que Dios no estaba con él, no era el Mesías; nos habíamos equivocado,
nuestras esperanzas eran vanas. El terrible final de Jesús supone el final de
la comunidad que se había congregado en torno a Él. Tras la muerte ha pasado
tiempo (tres días) y las cosas siguen igual. Bueno, no del todo igual: es
cierto que algunas mujeres les han sobresaltado, pues no han encontrado el
cuerpo, y hablan de cosas raras, como apariciones de ángeles, pero los
apóstoles han ido al sepulcro y han comprobado que el cuerpo no está, pero a él
no lo han visto. Las mujeres representan aquí el amor que intuye algo a partir
del signo negativo de la mera ausencia. Los que han ido a comprobar (la
autoridad y la razón) no se conforman con eso: es verdad que el lugar de la
muerte está vacío, pero eso no es suficiente para creer: “a él no lo han visto”.
Este “no ver” de los principales parece haber sido
suficiente para este par de discípulos. En resumen, toda una descripción del
fracaso que obliga a volver a lo de siempre, a Emaús.
Mientras iban caminando, ¿de qué hablarían? ¿De qué otra
cosa más que de todo lo que había pasado esos días? Lo hacían con tristeza,
ofuscados y desconcertados. Recordarían las palabras llenas de autoridad y
novedad que habían escuchado de labios de Jesús, y los signos poderosos que le
habían visto realizar, y que hablaban de que él, probablemente, era el Mesías.
Y, sin duda, estos judíos piadosos recordarían todo esto a la luz de aquellas
otras palabras, la Ley y los Profetas, escuchadas y meditadas tantas veces en
la sinagoga. Al comentar todo esto, algunos de los textos recordados empezaron
a brillar de un modo nuevo. Les hablaban de que lo sucedido a Jesús no era en
realidad tan extraño: muchos textos proféticos lo habían anunciado, como los
poemas del Siervo de Yahvé del profeta Isaías (cf. Is 42,1-7; 49,1-9; 50, 4-9;
52, 13-53,12): un Mesías sufriente y derrotado. Al ir recordando estos textos,
poco a poco se les fueron abriendo las mentes, empezaron a entender que “era
necesario que el Mesías padeciera”, se dijeron a sí mismos ¡qué torpes hemos
sido para entender!, sintieron que les ardía el corazón…
El camino se les pasó volando. Al llegar no querían perder
esa extraña sensación que les había acompañado por el camino, querían
retenerla. En realidad, el mismo Señor, ese mismo que había desaparecido de la
tumba, los había acompañado y les había explicado las Escrituras, pero ellos,
ofuscados, no habían sido capaces de reconocerlo. El caso es que, embargados
por esta extraña sensación, por esta misteriosa presencia, decidieron repetir
el gesto que Jesús les había mandado hacer “en su memoria”, pues realmente lo
que habían vivido en el camino era una memoria viva ¡y no muerta!, no era el
recuerdo impotente de un difunto: bendijeron el pan y lo partieron: “entonces
se les abrieron los ojos y lo reconocieron, pero Jesús desapareció de su lado”.
¿Está claro? Mientras lo veían, no lo reconocieron, cuando
lo reconocieron, dejaron de verlo. No se trata de ver con los ojos del cuerpo
(como si los ciegos no pudieran tener la experiencia del resucitado), sino de
“verlo” con los ojos de la fe, al escuchar y comprender las Escrituras, al
partir el pan. A veces percibimos ciertos signos externos: suenan palabras, se
realizan ciertos ritos, como bendecir el pan y el vino, pero estamos como
ciegos para la presencia real del Maestro que nos habla y explica, del Señor
que parte para nosotros el pan. En cambio, cuando descubrimos en todo eso la
presencia de Cristo vivo (nos arden el corazón, se nos abren los ojos de la
fe), lo que vemos físicamente no se distingue en nada de la realidad cotidiana,
pero, eso sí, hemos descubierto en ella una dimensión nueva, superior, real:
creer para ver.
Y ¿después? “En aquel mismo instante se pusieron de camino y
regresaron a Jerusalén, donde encontraron reunidos a los once y a todos los
demás”. Esa experiencia extraordinaria mientras iban de camino y al partir el
pan les hizo realizar inmediatamente el camino de vuelta. De la disgregación,
producto del fracaso, a la convocación, de la dimisión a la misión. La misión
tiene primero un sentido interno. La experiencia del Resucitado lleva a dar
testimonio de la propia experiencia en primer lugar a los demás discípulos. Así
se recompone el grupo, se constituye la Iglesia. Igual que la presencia no
reconocida de Jesús es la que ha explicado las Escrituras y partido el pan, así
es él mismo el que convoca y reúne a las ovejas que se habían dispersado,
cuando fue herido el pastor (cf. Mc 14, 27).
La experiencia eucarística se presenta aquí de manera
dinámica, en camino, también en situación de crisis, de abandono. Jesús nos
sale al encuentro y, si le damos conversación, nos explica las Escrituras; si
le invitamos, nos invita él y parte para nosotros el pan. Tras la fracción del
pan, el “ite missa est” nos envía, en primer lugar a nuestros hermanos como
constructores de comunidad, como piedras vivas de la Iglesia; y, después, a
todo el mundo, como testigos del Señor Resucitado. A veces nos embarga el
miedo, pero tenemos que aprender a confiar en que ese testimonio no es sólo ni
sobre todo cosa nuestra. Las en apariencia extrañas palabras que cierran la
primera lectura (“esto es lo que estáis viendo y oyendo”) indican que, en el
testimonio de la propia fe, los receptores del mismo pueden ver y entender,
pues, como en el camino a Emaús, Jesús mismo actúa y habla.
La eucaristía es un enorme potencial que dejamos pasar por
indolencia, indiferencia, superficialidad: escuchamos sin atención, mirando el
reloj a ver cuándo acaba esto, los encargados de comentar la Palabra lo hacemos
con frecuencia sin alma, de manera rutinaria y doctrinaria, no favorecemos que
“arda el corazón”, sino que literalmente dormimos a las ovejas; en
consecuencia, unos y otros asistimos a la fracción del pan sin el corazón
caldeado, sin tomarnos en serio nuestro proceder, sin caer en la cuenta de que
ahí se actualiza el precio de la sangre de Cristo con la que fuimos rescatados.
Los discípulos de Emaús nos ofrecen hoy una preciosa
catequesis de lo que significa realmente la Eucaristía, sacramento para el
camino de nuestra vida, que si a veces es un camino de huida y de disgregación,
a la luz de la Palabra y de la fracción del pan se convierte en un camino de
vuelta, de congregación, de testimonio y de misión. (José María Vegas, cmf)
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