1. La antorcha de Pascua
Hace ya muchos años, tuve la ocasión y la suerte de
presenciar en Jerusalén la celebración de la pascua de los ortodoxos. Como
ustedes saben, la Iglesia ortodoxa y toda la oriental han conservado con más
apasionamiento que nosotros el gozo de la celebración de la Resurrección del
Señor que es el centro de su fe y de su liturgia. Y ésta tiene muy especial
relieve en Jerusalén, en la basílica que conserva precisamente el lugar de la
tumba de Jesús y, por tanto, el de su resurrección.
Durante la noche anterior, e incluso antes del atardecer,
ya está abarrotada la basílica de creyentes que esperan ansiosos la hora de esa
resurrección. Allí oran unos, duermen otros, esperan todos. Y poco después del
alba, el patriarca ortodoxo de Jerusalén penetra en el pequeño edículo que
encierra el sepulcro de Jesús. Se cierran sus puertas y allí permanece largo
rato en oración, mientras crece la ansiedad y la espera de los fieles. Al fin,
hacia las seis de la mañana, se abre uno de los ventanucos de la capillita del
sepulcro y por él aparece el brazo del patriarca con una antorcha encendida. En
esta antorcha encienden los diáconos las suyas y van distribuyendo el fuego
entre los fieles que, pasándoselo de unos a otros, van encendiendo todas las
antorchas. Sale entonces el patriarca del sepulcro y grita: ¡Cristo ha
resucitado! Y toda la comunidad responde: ¡Aleluya!
Y en ese momento se produce la gran desbandada: los
fieles se lanzan hacia las puertas, hacia las calles de la ciudad con sus
antorchas encendidas y las atraviesan gritando: ¡Cristo ha resucitado, aleluya!
Y quienes no pudieron ir a la ceremonia encienden a su vez sus antorchas y como
un río de fuego se pierden por toda la ciudad.
Me impresionó la ceremonia por su belleza. Pero aún más
por su simbolismo. Eso deberíamos hacer los cristianos todos los días de pascua
y todos los días del año, porque en el corazón del creyente siempre es Pascua:
dejar arder las antorchas de nuestras almas y salir por el mundo gritando el
más gozoso de todos los anuncios: que Cristo ha resucitado y que, como Él,
todos nosotros resucitaremos.
2. iResucitó! !Aleluya, alegría!
¡Aleluya, aleluya!, éste es el grito que, desde hace
veinte siglos, dicen hoy los cristianos, un grito que traspasa los siglos y
cruza continentes y fronteras. Alegría, porque Él resucitó. Alegría para los
niños que acaban de asomarse a la vida y para los ancianos que se preguntan a dónde
van sus años; alegría para los que rezan en la paz de las iglesias y para los
que cantan en las discotecas; alegría para los solitarios que consumen su vida
en el silencio y para los que gritan su gozo en la ciudad.
Como el sol se levanta sobre el mar victorioso, así
Cristo se alza encima de la muerte. Como se abren las flores aunque nadie las
vea, así revive Cristo dentro de los que le aman. Y su resurrección es un
anuncio de mil resurrecciones: la del recién nacido que ahora recibe las aguas
del bautismo, la de los dos muchachos que sueñan el amor, la del joven que suda
recolectando el trigo, la de ese matrimonio que comienza estos días la
estupenda aventura de querer y quererse, y la de esa pareja que se ha querido
tanto que ya no necesita palabras ni promesas. Sí, resucitarán todos, incluso
los que viven hundidos en el llanto, los que ya nada esperan porque lo han
visto todo, los que viven envueltos en violencia y odio y los que de la muerte
hicieron un oficio sonriente y normal.
No lloréis a los muertos como los que no creen. Quienes
viven en Cristo arderán como un fuego que no se extingue nunca. Tomad vuestras
guitarras y cantad y alegraos. Acercaos al pan que en el altar anuncia el
banquete infinito, a este pan que es promesa de una vida más larga, a este pan
que os anuncia una vida más honda. El que resucitó volverá a recogeros, nos
llevará en sus hombros como un padre querido como una madre tierna que no deja
a los suyos. Recordad, recordadlo: no os han dejado solos en un mundo sin
rumbo. Hay un sol en el cielo y hay un sol en las almas. Aleluya, aleluya.
Hay en el mundo de la fe algo que resulta verdaderamente
desconcertante: la mayoría de los cristianos creen
sinceramente en la
Resurrección de Jesús. Pero asombrosamente esta fe no sirve para iluminar sus
vidas. Creen en el triunfo de Jesús sobre la muerte, pero viven como si no
creyeran. ¿Será tal vez porque no hemos comprendido en toda su profundidad lo
que fue esa resurrección?
Recuerdo que hace ya bastante tiempo trataba una de mis
hermanas de explicar a uno de mis sobrinillos —que tenía entonces seis años— lo
que Jesús nos había querido en su pasión, y le explicaba que había muerto por
salvarnos. Y queriendo que el pequeño sacara una lección de esta generosidad de
Cristo le preguntó: «¿Y tú qué serías capaz de hacer por Jesús, serías capaz de
morir por Él?» Mi sobrinillo se quedó pensativo y, al cabo de unos segundos,
respondió: «Hombre, si sé que voy a resucitar al tercer día, sí». Recuerdo que,
al oírlo, en casa nos reímos todos, pero yo me di cuenta de que mi sobrino
pensaba de la resurrección y de la muerte de Jesús como solemos pensar todos:
que en el fondo Cristo no murió del todo, que fue como una suspensión de la
vida durante tres días y que, después de ellos, regresó a la vida de siempre.
Pero el concepto de resurrección es, en realidad, mucho
más ancho. Lo comprenderán ustedes si comparan la de Cristo con la de Lázaro.
Muchos creen que se trató de dos resurrecciones gemelas y, de hecho, las
llamamos a las dos con la misma palabra. Pero fíjense en que Lázaro cuando fue
resucitado por Cristo siguió siendo mortal. Vivió en la tierra unos años más y
luego volvió a morir por segunda y definitiva vez. Jesús, en cambio, al
resucitar regresó inmortal, vencida ya para siempre la muerte. Lázaro volvió a
la vida con la misma forma y género de vida que había tenido antes de su
primera muerte. Mientras que Cristo regresó con la vida definitiva, triunfante,
completa.
¿Qué se deduce de todo esto? Que Jesús con su resurrección
no trae solamente una pequeña prolongación de algunos años más en esta vida que
ahora tenemos. Lo que consigue y trae es la victoria total sobre la muerte, la
vida plena y verdadera, la que Él tiene reservada para todos los hijos de Dios.
No se trata sólo de vivir en santidad unos años más. Se trata de un cambio en
calidad, de conseguir en Jesús la plenitud humana lejos ya de toda amenaza de
muerte. ¿Cómo no sentirse felices al saber que Él nos anuncia con su
resurrección que participaremos en una vida tan alta como la suya?
4. ¡No tengáis miedo!
Amigos míos, no temáis, no lloréis como los que no tienen
esperanza. Jesús no dejará a los suyos en la estacada de la muerte. Su
resurrección fue la primera de todas. Él es el capitán que va delante de
nosotros. Y no a la guerra y a la muerte, sino a la resurrección y la vida. No
tengáis miedo. No temáis.
No sé si se habrán fijado ustedes en que ésta es la idea
que más se repite en las lecturas que se hacen en las iglesias en tiempo
pascual. Cuando Jesús se aparece a los suyos, lo primero que hace es tranquilizarles,
curarles su angustia. Y les repite constantemente ese consejo: ¡No tengáis
miedo, no temáis, soy yo! Y es que los apóstoles no terminaban de digerir
aquello de que Jesús hubiera resucitado. Eran como nosotros, tan pesimistas que
no podían ni siquiera concebir que aquella historia terminase bien. Cuando el
Viernes Santo condujeron a Jesús a la cruz, esto sí lo entendían. Y se decían
los unos a los otros: ¡Ya lo había dicho yo! ¡Esto no podía acabar bien! ¡Jesús
se estaba comprometiendo demasiado! Y casi se alegraban un poco de haber
acertado en sus profecías catastróficas. Pero lo de la resurrección, esto no
entraba en sus cálculos. Lo lógico, pensaban, es que en este mundo las cosas
terminen mal. Y, por eso, cuando Jesús se les aparecía, en lugar de estallar de
alegría, seguían dominados por el miedo y se ponían a pensar que se trataba de
un fantasma.
A los cristianos de hoy nos pasa lo mismo, o parecido. No
hay quien nos convenza de que Dios es buena persona, de que nos ama, de que nos
tiene preparada una gran felicidad interminable. Nos encanta vivir en las
dudas, temer, no estar seguros. No nos cabe en la cabeza que Dios sea mejor y
más fuerte que nosotros. Y seguimos viviendo en el miedo. Un miedo que sentimos
a todas horas. Miedo a que la fe se vaya avenir abajo un día de éstos; miedo a
que Dios abandone a su Iglesia; miedo al fin del mundo que nos va a pillar
cuando menos lo esperemos. Miedo, miedo.
Lo malo del miedo es que inmoviliza a quien lo tiene. El
que está poseído por el miedo está derrotado antes de que comience la batalla.
Los que tienen miedo pierden la ocasión de vivir. Por eso el primer mensaje que
Cristo trae en Pascua es éste que tanto gusta repetir al Papa Juan Pablo II:
«No temáis, salid de las madrigueras del miedo en las que vivís encerrados,
atreveos a vivir, a crecer, a amar. Si alguien os dice que Dios es el coco no
le creáis. El Dios de la Biblia, el Dios que conocimos en Jesucristo, el Dios
de la vida y la alegría. Y empezó por gritarnos con toda su existencia: No temáis,
no tengáis miedo».
5. La resurrección de Cristo, esperanza de la humanidad
Hay un texto de Bonhoeffer que siempre me ha impresionado
muy especialmente. Dice el teólogo alemán: «Para los hombres de hoy hay una
gran preocupación: saber morir, morir bien, morir serenamente. Pero saber morir
no significa vencer a la muerte. Saber morir es algo que pertenece al campo de
las posibilidades humanas, mientras que la victoria sobre la muerte tiene un
nombre: resurrección. Sí, no será el arte de hacer el amor, sino la
resurrección de Cristo, lo que dará un nuevo viento que purifíque el mundo
actual. Aquí es donde se halla la respuesta al "dame un punto de apoyo y
levantaré el mundo".»
Efectivamente, los hombres de todos los tiempos andan
buscando cuál es el punto de apoyo para construir sus vidas, para levantar el
mundo. Si hoy yo salgo a la calle y pregunto a la gente: ¿Cuál es el eje de
vuestras vidas? ¿En qué se apoyan vuestras esperanzas? ¿Dónde está la clave de
vuestras razones para vivir? Muchos me contestarán: «Mi vida se apoya en mis
deseos de triunfar, quiero ser esto o aquello, quiero realizarme, quiero poder
un día estar orgulloso de mí mismo». O tal vez otros me dirán: «Yo no creo
mucho en el futuro. Creo en pasármelo lo mejor posible, en disfrutar de mi
cuerpo o de mi dinero, o de mi cultura». O tal vez me dirán: «Ésos son
problemas de intelectuales. Yo me limito a vivir, a soportar la vida, a pasarla
lo mejor posible».
Pero allá en el fondo, en el fondo, todos los humanos
tienen clavada esa pregunta: ¿Cuál es la última razón de mi vida? ¿Qué es lo
que justifica mi existencia? Todos, todos, de algún modo se plantean estas
cuestiones. También ustedes, que me van a permitir que hoy se lo pregunte:
¿Cuál es el punto de apoyo en el que reposan vuestras vidas?
Para los cristianos la respuesta es una sola: «Lo que ha
cambiado nuestras vidas es la seguridad de que son eternas». Y el punto de
apoyo de esa seguridad es la resurrección de Jesús. Si Él venció a la muerte,
también a mí me ayudará a vencerla. ¡Ah!, si creyéramos verdaderamente en esto.
¡Cuántas cosas cambiarían en el mundo, si todos los cristianos se atrevieran a
vivir a partir de la resurrección, si vivieran sabiéndose resucitados!
Tendríamos entonces un mundo sin amarguras, sin derrotistas, con gente que
viviría iluminada constantemente por la esperanza. Cómo trabajarían sabiendo
que su trabajo colabora a la resurrección del mundo. Cómo amarían sabiendo que
amar es una forma inicial de resucitar. Qué bien nos sentiríamos en el mundo,
si todos supieran que el dolor es vencible y vivieran en consecuencia en la
alegría.
Sí, la resurrección de Cristo y la fe de todos en la
resurrección es lo que podría cambiar y vivificar el mundo contemporáneo. Y es
formidable pensar y saber que cada uno de nosotros, con su esperanza, puede
añadirle al mundo un trocito más de esperanza, un trocito más de resurrección.
6. Testigos de la resurrección, mensajeros del gozo
Muchas veces he pensado yo que la gran pregunta que
Cristo va a hacernos el día del juicio final es una que nadie se espera.
«Cristianos —nos dirá—: «¿Qué habéis hecho de vuestro gozo?». Porque Jesús nos
dejó su paz y su gozo como la mejor de las herencias: «Os doy mi gozo. Quiero
que tengáis en vosotros mi propio gozo y que vuestro gozo sea completo», dice
en el Evangelio de San Juan. «No temáis. Yo volveré a vosotros y vuestra
tristeza se convertirá en gozo», dijo poco antes de su pasión. Y también: «Si
me amáis, tendréis que alegraros». «Volveré a vosotros y vuestro corazón se
regocijará y el gozo que entonces experimentéis nadie os lo podrá arrebatar».
«Pedid y recibiréis y vuestro gozo será completo».
¿Y qué hemos hecho nosotros de ese gozo del que Jesús nos
hizo depositarios? Es curioso: la mayor parte de los cristianos ni siquiera se
ha enterado de él. Son muchos los creyentes que parecen más dispuestos a
acompañar a Jesús en sus dolores que en sus alegrías, en su dolor que en su
resurrección. Pensad por ejemplo: durante las semanas de Cuaresma se celebran
actos religiosos especiales, con penitencias, con oraciones. Pero, tras la
resurrección, la Iglesia ha colocado una segunda cuaresma, los días que van
desde la resurrección hasta la ascensión. ¿Y quién los celebra? ¿Quién al menos
los recuerda?
Impresiona pensar que en el Calvario tuvo Cristo al menos
unos cuantos discípulos y mujeres que le acompañaban. Pero no había nadie
cuando resucitó. Da la impresión de que la vida de Cristo hubiera concluido con
la muerte, que no creyéramos en serio en la resurrección. Muchos cristianos
parecen pensar —como dice Evely— que tras la cuaresma y la semana santa los
cristianos ya nos hemos ganado unas buenas vacaciones espirituales. Y si nos
dicen: «Cristo ha resucitado»; pensamos: qué bien. Ya descansa en los cielos.
Lo hemos jubilado con una pensión por los servicios prestados. Ya no tenemos
nada que hacer con Él. Necesitó que le acompañásemos en sus dolores. ¿Para qué
vamos a acompañarle en sus alegrías?
Y, sin embargo, lo esencial de los cristianos es ser testigos
de la resurrección. ¿Lo somos? ¿O la gente nos ve como seres tristes y
aburridos? ¿O piensa que los curas somos espantapájaros pregoneros de la
muerte, del pecado y del infierno únicamente? Tendríamos que recordar que los
cristianos somos ante todo eso: testigos de la resurrección, mensajeros del
gozo.
José Luis Martín Descalzo
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