Padre, perdónalos, porque no saben lo que
hacen" (Lc 23,34).
"Y cuando llegaron al lugar llamado La Calavera, lo
crucificaron allí, a él y a los malhechores, uno a la derecha y otro a la
izquierda. Jesús decía: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen». Y se
repartieron sus ropas, echándolas a la suerte". (Lc 23,33-34)
Hablar de la cruz es hablar del perdón. ¡Quién puede
comprenderlo! De ahí el escándalo de la cruz. Sí, puede constituir un verdadero
obstáculo para la fe. Ya el apóstol san Pablo lamentaba que a algunos les
resultase un obstáculo la idea de un Mesías crucificado y que otros
consideraran que era un vano absurdo. ¡Un Dios crucificado! ¡Imposible! ¿No
será una locura de unos exaltados?
En la humillación de la cruz está nuestra fuerza y la
fuente de sabiduría cristiana.
Una paradoja. El instrumento de insulto y humillación se
transforma en triunfo y gloria. Jesús vence a Satanás, el pecado y la muerte a
través del fracaso aparente de la cruz. Un misterio.
¿Habría podido, Dios, redimir al mundo de tal manera que
Cristo no hubiese tenido que pasar por el
martirio?. Rotundamente, sí. Pero por
qué ha sido necesario es un secreto divino que hay que contemplar con silencio
y agradecimiento. Pensando que Dios actúa acomodándose a nuestra manera de ser.
El dolor, surco de vida, es asumido por el mismo Dios. Demasiado a menudo
olvidamos el dolor como forja de la madurez y elemento de humanización.
Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen. ¿No
aclara eso el misterio del amor que implica la cruz de Cristo? ¿No es más clara
la coherencia del Señor? El no ha dicho simplemente palabras, no ha expuesto
doctrinas a los demás, sino que su vida entera es un hecho.
Recordemos como Pedro, un buen día, se acerca a Jesús y
le dice: Señor, si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces le tengo que perdonar?
¿Hasta siete veces? La respuesta de Jesús ya la sabemos: No te digo hasta siete
veces, sino hasta setenta veces siete. Después de esta lección, ¿causa
extrañeza que Jesús pida al Padre el perdón de los que le crucifican? Pidiendo
el perdón para sus verdugos, lo pide para la humanidad entera. Pide también tu
perdón.
La muerte de Jesús es luz que ilumina toda su vida. Y
revela la inmensidad del amor de Dios. Cristo, siempre libre, vive la muerte
con lucidez. Nada puede ensombrecer su corazón. Ni en el tormento hay un indicio
de rencor. Sólo grandeza de Dios, resumida en aquello de: Tanto amó Dios al
mundo que le entregó a su propio Hijo ... para la salvación del mundo. No, la
generosidad del Hijo de Dios no es ninguna sorpresa. Es de pura lógica. La
mezquindad no cabe en el corazón del Señor.
El misterio del Calvario es cada vez más luminoso.
Perdonar es signo de grandeza. Es la prueba de que el amor en plenitud nunca se
puede extinguir. Siempre, como el agua viva, busca caminos para renacer. El
amor divino no es un amor cualquiera.
No es un amor que, porque está herido, se retrae. El amor
de Dios es gratuito. Es fidelidad y misericordia. Lo revela un texto profético
estremecedor y reconfortante: ¿Es que una madre puede olvidarse del hijo se sus
entrañas? Pues aunque una madre se olvidara de su hijo, yo no me olvidaría
nunca de ti.
Perdonar es grandeza. Una muestra de verdadero coraje.
Vengarse, aunque sea sólo diciendo mal del que nos ha ofendido, está al alcance
de todos. Perdonar es un acto que sólo lo pueden llevar a cabo los que tienen
un espíritu recio.
El Cristo del perdón y de la gracia llama a sus
seguidores a saber perdonar siempre. Es decir, a volver a amar. Amar de verdad,
sin ningún lastre. Amar, no como fruto de la justicia de las aplausos, sino de
la misericordia, la única realidad que hace posible el amor. El primer paso de
todo bien es el perdón. Con la seguridad de que el mal es vencido por el amor.
Y eso aparece tan claro, en el caso de la muerte del Señor, que es
desconcertante. Nos pone en evidencia. También nosotros hemos de ser
magnánimos. Aquí, ante el Crucificado, somos llamados al perdón.
Perdón en el seno de las familias. El esposo que perdone
a su esposa, y la esposa a su esposo. Que hijos y padres se reconcilien de todo
corazón. Que los parientes que ni se saludan sean capaces de rehacer los lazos
de la sangre. Que la generosidad sea aplicada en la vida social y también en la
de la comunidad cristiana. Perdonar es la expresión de la grandeza del hombre,
creado a imagen de Dios y de Cristo.
Claro está que a menudo somos sujetos de injusticia. Lo
decimos: "Fíjate en lo que me han hecho. A mí, que no me lo merecía, y que
tanto había hecho por ellos... " ¿Y Cristo? ¡El había actuado mucho mejor
que nosotros! ¡Callemos, no nos quejemos! Dirijamos al Padre, en el silencio,
una súplica de perdón por los enemigos, por los que nos ofenden y por los que
nos molestan. Cuando hayamos pedido así de corazón, saldremos a la calle con el
corazón limpio para actuar con serenidad ante el prójimo y permanecer en el
camino de la tolerancia. Y nos iremos disponiendo para perdonar siempre que sea
necesario. Sabiendo que el único camino posible de vida es la reconciliación. Y
que, en el perdón, está implicada la esperanza.
Oh Dios, que nos mandas, amar a los que nos amargan,
concédenos seguir de tal modo los mandamientos de la nueva ley que devolvamos
bien por mal y sepamos sobrellevarnos mutuamente con amor. Por Jesucristo
nuestro Señor.
SEGUNDA PALABRA
"Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en
el paraíso" (Lc 23, 43).
"Uno de los malhechores colgados le insultaba: «¿No
eres tú el Cristo? Pues ¡sálvate a ti y a nosotros!» Pero el otro le reprendió
diciendo: «¿Es que no temes a Dios, tú que sufres la misma condena? Y nosotros
con razón, porque nos lo hemos merecido con nuestros hechos; en cambio, éste
nada malo ha hecho». Y decía: «Jesús, acuérdate de mi cuando vayas a tu Reino».
Jesús le dijo: «Hoy estarás conmigo en el Paraíso»" (Lc 23, 39-43).
Aparece en este momento la grandeza del perdón de Dios.
El ladrón suplicante recibe la seguridad de su entrada en el Paraíso. Aquí se
hace patente que nuestro Dios es un Dios al que el hombre puede acudir
confiadamente. Con la seguridad de que su compasión actuará a favor nuestro.
La escena del buen Dimas ensancha nuestro corazón. Es una
invitación a la confianza y la prueba de la salvación. Basta que el pecador se
arrepienta y que pida el perdón. La respuesta de Dios será inmediata y eficaz.
Dios siempre perdona. No se lo piensa dos veces antes de otorgar su
misericordia. El amor de Padre es como un resorte automático. Nunca deja de oír
la sinceridad de sus hijos. Dios es siempre fiel, aunque nosotros le seamos
infieles.
La gran lección de la Pasión la da el Señor. Pero este
ladrón, este hombre de mala fama, ajusticiado con causa, se convierte también
en maestro reconociendo a Jesucristo y queriendo borrar un pasado de pecado.
Morirá en paz. Con la seguridad de que la misericordia de Dios puede rehacer
siempre la vida del hombre. Dios, que quiere que todos los hombres se salven,
se las ingenia para que sea realidad, una y otra vez, la conversión del
pecador. Da la posibilidad de redimir, en Jesús, toda la vida.
La promesa de Jesús al buen ladrón es una promesa hecha a
todos los hombres que le reconozcan. Se trata de poner toda la esperanza en el
crucificado. Se trata de darse cuenta de la desviación del pecado. Se trata de
querer tener toda la vida centrada en Aquel que es Evangelio, gozo y bondad. En
una palabra, el corazón debe abrirse a la gracia de Dios que todo lo transforma
y todo lo redime.
La promesa de Jesús es el Paraíso. Una palabra sugerente,
sagrada y significativa para los israelitas. Sabemos que se trata del cielo.
Nosotros somos peregrinos, vivimos lejos de la patria... Esperamos un cielo y
una tierra nuevos. Nuestra fe se convertirá, un día, en visión de Dios.
Habremos alcanzado la salvación, la plenitud personal, el gozo que andábamos
buscando.
Sintámonos llamados, hoy mismo, a rehacer nuestras vidas.
Pidamos a Jesús que nos abra las puertas del Reino. El encuentro con Cristo
perdonador se da en el sacramento de la penitencia. El, resucitado, lo
constituyó para el perdón de los pecados cometidos después del bautismo. !Que
suerte tener un sacramento que procura la reconciliación con Dios a través del
ministerio de la Iglesia! Sí, Cristo dio el Espíritu Santo a los Apóstoles para
que ellos y sus sucesores perdonaran los pecados en nombre de Dios, nuestro
Padre. Vale la pena que recurramos al sacramento del perdón a menudo.
Tengamos conciencia de pecadores, es decir, de
necesitados de Dios. Sabemos que sin Él nada podemos. Estamos inclinados al
pecado y, a veces, pecamos. Pero, en el sacramento, el Padre nos abre los
brazos como hizo con el hijo pródigo, Cristo nos carga sobre sus espaldas como
el buen pastor acoge la oveja perdida y el Espíritu Santo habita con más fuerza
en el templo del corazón humano. Valoremos, pues, el sacramento de la
penitencia.
Y, al mismo tiempo, sepamos que, cuando Dios perdona,
nuestra vida debe proseguir adelante. No hay que mirar para atrás. Se trata de
compensar el pecado a base de hacer el bien desde el momento del perdón. No, el
perdón de Dios, valga la expresión, no es barato, no es una suerte de rebajas.
No, el amor, en el mismo que lo recibe, es exigente. El perdón siempre es
llamada a un cambio de vida, a una nueva vida. Por eso la palabra de Jesús al
buen ladrón es una fuerte llamada a la santidad.
Cristo, desde la Cruz, en este Viernes Santo, me llama a
una sincera conversión. Sí, a aquella conversión que tantas veces intuyes y que
no te atreves a abrazar. Sé generoso. Entrégate confiadamente al Redentor. Tu
conversión se transformará en gozo maravilloso. Reza pidiendo perdón. ¿No oyes
la respuesta? Pidamos la gracia de una buena muerte, que implica también una
vida fiel y la capacidad de levantarse del pecado.
Oh Dios, que nos has creado a tu imagen y has querido que
tu Hijo muriera por nosotros. Concédenos orar de tal manera en toda ocasión,
que podamos salir de este mundo sin pecado y que merezcamos descansar con
alegría en el seno de tu misericordia. Por Jesucristo nuestro Señor.
TERCERA PALABRA
"Mujer, ahí tienes a tu hijo. Ahí
tienes a tu madre" (Jn 19,26-27).
"Junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la
hermana de su madre, María, la de Cleofás, y María, la Magdalena. Jesús, al ver
a su madre y cerca al discípulo que tanto quería, dijo a su madre: «Mujer, ahí
tienes a tu hijo». Luego dijo al discípulo: «Ahí tienes a tu madre». Y desde
aquella hora, el discípulo la recibió en su casa" (Jn 19,25-27).
Los evangelios hablan a menudo de la autoridad de Jesús.
Una autoridad fuerte y real. No como la de los escribas. Y no parece que el
reconocimiento de los valores humanos fuera propio de los escribas, y el poder
opresivo una característica de Jesús, al contrario.
Incluso, en la muerte, en el fracaso aparente a los ojos
del mundo, la autoridad de Jesús tiene una enorme densidad. Su muerte es
lúcida. El domina las circunstancias. La autoridad de Jesús se ejerce en su
señorío y se basa en su persona. El hace brotar nuestra obediencia. Una
obediencia que no perturba al hombre, sino que le abre caminos de libertad y de
amor. Obediencia que libera de la esclavitud de los sentidos y de los ídolos
que, a pesar de los halagos, lo devorarían.
Jesús, en la cruz, después de pedir el perdón para los
demás y de salvar al compañero de suplicio, se dirige, ahora, a los suyos. A su
Madre y al amigo del alma. Y, en ellos, a todo su Pueblo, a su Iglesia toda.
Una buena disposición autoritativa y solemne. En el gran momento de la
redención, ante Dios y el mundo, María, la Virgen es proclamada Madre de todos
los hombres. La Virgen María continuará teniendo un hijo y, con él, miles de millones
de hijos únicos. Será el amor de una madre no agotado, siempre creador. Ahora,
todos nos sabemos más hijos en el Hijo. Hijos de santa María Virgen. Hermanos
de un mismo Padre. Confiados al consuelo de la Madre. La Madre que es Madre de
la Iglesia.
Hoy tenemos que fijar nuestra mirada en María, la
corredentora. El Papa Juan Pablo II, en la encíclica "La Madre del
Redentor", presenta este acontecimiento tan emotivo y lo denomina el
"testamento de la cruz". Escribe bellamente: La Madre de Cristo... es
dada al ser humano -a cada uno y a todos- como Madre. Este hombre al pie de la
cruz es Juan "el discípulo que tanto quería ". Pero no está solo
junto a la cruz. Siguiendo la tradición, el Concilio no duda en llamar a María
"Madre de Cristo, madre de todos los humanos". Porque está
"unida a la estirpe de Adán con todos... ; más aún, es verdaderamente
madre de los hermanos de Cristo por el hecho de haber cooperado con su amor al
nacimiento de los fieles en la Iglesia". Por consiguiente, esta "nueva
maternidad de María", engendrada por la fe, es el fruto del nuevo amor que
maduró en ella definitivamente al pie de la cruz, por medio de su participación
en el amor redentor del Hijo.
La Iglesia se sabe reunida en torno a María. La admira y
la imita. De ahí la importancia de la oración a la Virgen María, madre de los
pecadores y consuelo de los afligidos. La Madre de Dios nos ayuda a vivir
fielmente la vida cristiana. Los fieles la amamos de corazón y le dirigimos
nuestras necesidades con confianza. La relación con la Madre de Dios es
garantía del seguimiento sincero de su Hijo, Jesucristo.
Señor Jesús, que, en la hora suprema de la cruz, nos
diste a tu Madre; haz que sepamos imitar su fidelidad y que vivamos fielmente
como miembros de la santa Madre Iglesia. Tú que vives y reinas por los siglos
de los siglos.
"¡Dios mío, Dios mío! ¿ por qué me has
abandonado? " ( Mt 27, 46).
"Desde la hora sexta la oscuridad cayó sobre la
tierra hasta la hora nona. Y alrededor de la hora nona clamó Jesús con fuerte
voz: «¡Elí,Elí! ¿lamá sabactaní?», esto es, «¡Diosmío, Dios mío ¿ por qué me
has abandonado»? Al oírlo algunos de los que estaban allí dijeron: «A Elías
llama éste»." (Mt 27, 45-47).
En medio de la oscuridad estremecen las palabras de
Cristo: ¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?. Palabras
impresionantes, reveladoras de la agonía o lucha interior de Cristo en el
momento de su muerte cruel.
No sólo muere clavado, desangrándose, con un sufrimiento
inenarrable, sino que muere abandonado y despreciado. Las burlas y las
carcajadas acompañan su ejecución.
El grito de Cristo nos parece como imposible. Pero es
abiertamente escandalosa la postura de los verdugos, especialmente de los
sentenciosos.
¿Es que no hay ya compasión en este mundo? ¿Por qué nos
obstinamos en el árbol caído? ¿No es de cobardes jactarse ante un hombre que
está clavado en un madero?
El grito de Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre, no
podía ser otro. Pasa por una profunda desolación. El como hombre perfecto tiene
una sensibilidad que observa las agresiones con toda fidelidad. ¡Cuál sería,
pues, la ilógica de aquella hora! Nosotros mismos lo reconocemos. Sólo merece
un único nombre: injusticia.
La expresión de Jesús pertenece a un salmo-lamentación
que acaba en acción de gracias.
Del mismo es también la séptima palabra: Padre, a tus
manos encomiendo mi espíritu. Este salmo trata del sufrimiento del justo como
experiencia de abandono de Dios. Pero, a pesar de todo, sabe que Dios es Señor
y que le salva para una vida nueva. Las palabras de Jesús, por tanto, expresan
su angustia profunda, pero también son oración confiada.
Está todo el dolor de los pecados del mundo. Pero también
el amor del Padre que le ama. Del Padre a quien ama. Este Padre permite que la
humanidad del Hijo quede ahogada en un abismo infinito de dolor y de penas. El
cielo cerrado. La tierra que lo rechaza. Jesús en el vértice de su agonía,
suspendido entre el cielo y la tierra pecadora. Abrazado a la cruz. El amor al
Padre le sostiene en ella. Y también el amor a sus hermanos. Un amor
crucificado. Sólo este grito que expresa un dolor sin medida: Dios mío, Dios
mío!, ¿por qué me has abandonado?.
El abandono de Dios puede parecer fuerte en determinados
momentos de la historia personal y social. En el sufrimiento intenso, uno puede
tener la sensación de que se ha apagado el amor del Padre, que no actúa como
debería.
¿Es que Dios continúa siendo Padre en mi dolor o en la
miseria de los inocentes? Una pregunta bien dura.
Pide, por un lado, confianza para descubrir el bien que
aporta el sufrimiento. Sí, es fuente de madurez y de redención. No, no es por
el placer ni la facilidad que el hombre se realiza y se redime.
Por otro lado, el dolor del mundo es una llamada a
lanzarnos a favor del bien de nuestros semejantes. El padecimiento de los
necesitados es un grito a nuestros corazones, una llamada a compartir. No se
trata de atascarse en la búsqueda de una solución teórica al problema del mal,
sino de ser eficientes en la compasión. De estar dispuestos a ponernos al
servicio de los más desheredados, de los enfermos, de los que necesitan el pan
cotidiano y el pan del amor.
Sí, la Iglesia debe oír el grito de los que casi no
pueden ni gritar -tanta es la limitación- y debe ser Iglesia de comunión. Los
cristianos se favorecen en la medida que practican las obras de misericordia.
Con ello hacen obra de humanidad. Realizan una aportación social a favor de
aquellos que son presencia especial de Cristo.
Jesús, que sufrió lo indecible, nos invita a acoger
siempre la voluntad de Dios. Hemos de ser fuertes, especialmente cuando entra
en juego la causa de Dios como valor absoluto de la vida. Fortaleza es el
nombre del don que ha sostenido a los mártires y santos. De tantos sufridores
-en el silencio o en el grito espeluznante- que lo han dado todo por el Señor.
Que han asumido la causa de los demás. La angustia de tantos que han pasado
pruebas difíciles y que han sabido esperar contra toda esperanza.
Ante la Cruz se puede hablar hoy en tono fuerte. Se trata
de ser fieles a pesar de todo. De vaciarse y de tener plena confianza en
Cristo, a pesar de todos los fracasos, de todos los absurdos históricos o de
ser víctima inocente. Sufrir y morir. Compartir el dolor y la muerte de Cristo.
Así se tiene parte en el misterio liberador que, a lo largo de los siglos, da
fortaleza y coraje a los hombres y a las mujeres que saben abandonarse a la
misericordia de Dios.
Las palabras de Cristo provocan el eco de aquellas que
escribió Pablo a los cristianos de Roma: Estoy seguro de que ni la muerte, ni
la vida, ni los ángeles, ni los principados, ni lo presente, ni lo futuro, ni
las potestades, ni la altura, ni la profundidad, ni otra criatura alguna podrá
separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro.
Dios omnipotente y misericordioso, mira benignamente
nuestra aflicción, alivia la pena de tus hijos, confírmanos en la fe, para que
no dudemos de tu providencia de Padre. Por Jesucristo nuestro Señor.
"Tengo sed" (Jn 19,28).
"Después de esto, sabiendo Jesús que todo había
llegado a su término, para que se cumpliera la Escritura dijo: «Tengo sed».
Había allí un jarro lleno de vinagre. Y, sujetando una esponja empapada en
vinagre a una caña de hisopo, se la acercaron a la boca" (Jn 19, 28-29).
Jesús tiene sed. Como todos los chiquillos lo habría
dicho infinidad de veces a su Madre al llegar a casa. Habría pedido de beber al
llegar fatigado a casa de Lázaro, Marta y María. Lo dice ahora, deshidratado
por la pérdida de sangre. Tiene la garganta reseca y la lengua se le pega al
paladar. La sed es signo de las ganas de vivir. Todos sabemos que nuestro
cuerpo necesita el agua. Es una realidad fundamental. El chiquillo apaga su sed
con una pasión de toda su persona, el caminante bebe y se siente
reconfortado... Cristo tiene sed. La sed del que ansía vivir. No obstante, la
vida se le escurre. Tiene sed de vida y de dar vida. Por eso muere: por la vida
de todos los hombres y mujeres. Y su muerte se convertirá en resurrección, en
vida plena.
Ha venido al mundo para que tengamos vida y vida
abundante. Su sed reclama fuentes de agua para la vida eterna. Recuerda el agua
regeneradora del Bautismo y de las lágrimas de la Penitencia. Tiene sed de que
nosotros deseemos con avidez el Espíritu Santo, el bien. ¡Cuánta sed tenemos!
Tanta, que corremos ansiosos detrás de muchas cosas que no la apagan. Como la
mujer Samaritana vamos a buscarla al pozo de la vida. Y olvidamos que nuestra
auténtica sed sólo Dios la puede saciar. No nos engañemos, podemos intentar
beber en las criaturas y en la realidad mundana. Podemos beber en la belleza
humana, en la riqueza, en el placer, en el prestigio, en la opinión pública...
Pero, nos encontraremos que la sed persiste. Sólo el que bebe de la roca viva,
que es Cristo, consigue vivir con la serenidad del que posee el agua necesaria
para realizar su vocación de criatura creado y salvado.
Tenemos sed de vivir, de alegría y de felicidad. Todos
corremos a buscar el agua que puede ser nuestro remedio. Acudamos a Dios.
Tenemos que descubrir lo que dijo el salmista:
Oh Dios, mi alma está sedienta de ti;
mi carne tiene ansia de ti como tierra reseca, agostada,
sin agua.
En la Vigilia Pascual, cuando la Iglesia bendecirá las
fuentes bautismales y nos pedirá que renovemos las promesas del bautismo,
comprenderemos que para tener la vida eterna necesitamos el agua y el Espíritu
Santo que nos hacen renacer.
El grito de la sed de Jesús llega especialmente a los
jóvenes, que con tanto afán os abrís a la vida. Vuestra generosidad debe
encaminaros a la verdad que hace libres y que es el mismo Cristo. Entregaos
como él a Dios y a los hermanos. Sentiréis saciada vuestra sed. Y desvelaréis la
sed de amor en un mundo que sólo encontrará su destino en una civilización del
amor, como le gusta llamarla Juan Pablo II.
La sed de Jesús es también sed de vocaciones sacerdotales
y de personas dedicadas a los demás por amor a Dios. Jóvenes, si oís la llamada
del Señor, escuchadlo. Como el joven Samuel, que servía en el Templo, tened la
valentía de decir: ¡Aquí estoy, Señor!
Oremos con las palabras del salmo: "Mi alma te
busca, a ti, Dios mío; tiene sed de Dios, del Dios vivo: ¿cuándo entraré a ver
el rostro de Dios?. Como busca la cierva comentes de agua, así mi alma te busca
a ti, Dios mío".
SEXTA PALABRA
"Todo está cumplido" ( Jn 20, 30)
"Cuando Jesús tomó el vinagre, dijo: «Todo está
cumplido». Inclinó la cabeza y entregó el espíritu" (Jn 20,30).
Jesús muere. Las Escrituras se han cumplido. Ahora viene
a cuenta la expresión del salmo:
Puertas, levantad vuestros dinteles, alzaos puertas eternas,
para que entre el rey de la gloria.
Y también el dicho del evangelio de Juan: Esta es la vida
eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero y a tu enviado,
Jesucristo. Yo te he glorificado en la tierra llevando a cabo la obra que me
encomendaste realizar.
Se ha realizado el deseo de Dios. El Verbo plantó la
tienda entre los hombres. Se encarnó de María Virgen. Ha sido Luz y Vida. Nos
ha manifestado a todos el nombre de Dios. Ahora sabemos que Dios es Padre.
En Cristo, revelador del Padre, hemos recibido gracia
tras gracia. Sí, los humanos podemos llamarnos hijos de Dios. La fe es semilla
que germina en vida divina. La persona humana, en Cristo, recupera su dignidad
fundamental. La que Dios le asignó en la aurora de la creación. El nombre de
Dios, revelado a Moisés en la zarza ardiendo sin consumirse, llega a plenitud a
través de Jesús. Sabemos que Dios es el que salva.
Jesús ha glorificado al Padre. Ha realizado fielmente la
obra para la cual fue enviado. Ahora tendrá lugar su Pascua, su éxodo, su
retorno al Padre. Por ello, deben alzarse los dinteles y las puertas eternas.
Porque viene el Rey vestido de blanco, el Cordero vivo y degollado. Jesús muere
y, en su muerte, tiene cumplimiento pleno el misterio de la encarnación
redentora.
Jesús es el hombre justo. El Justo por excelencia. Ha
cumplido fielmente la obra de Dios. No se ha desviado lo más mínimo del camino
de fidelidad al Padre. Nació pobre en Belén, fue un muchacho emigrante, vivió
una vida de familia sencilla, entró en Jerusalén montado en un asno como rey
pacífico y murió humillado en la cruz. Con una humillación que causa horror.
Apenas es posible sostener la mirada en su rostro: su deformidad repugna y
asusta. Es realmente el hombre. Todo es consecuencia de su misión realizada con
toda perfección.
Todo se ha cumplido. Todo ha sido como debía ser. El
hombre justo ha sido llevado injustamente al suplicio. El hombre honesto ha
sufrido la más absurda condenación. El hombre bueno rabiosamente perseguido.
Toda la bondad cuelga del madero de la cruz. La lucha ha cesado. No hay ni
fuego del cielo ni ejércitos celestiales que confundan al enemigo. Sólo hay el
fuego del amor de Cristo y el aguante firme de los pecados de todos. Ante tal
testimonio decimos con devoción:
Levantaos dinteles, levantaos, puertas eternas, para que
entre el Rey de la gloria.
Porque nadie tiene un amor más grande que el que da la
vida por sus amigos. Y nosotros somos sus amigos.
Todo se ha acabado. Pero ya no hay nada que no tenga
sentido. Todo tiene una dirección y un significado. Para comprenderlo todo, uno
tiene que colocarse en el corazón del Señor. Desde Dios hay que mirar ahora la
vida y la muerte, todo aquello en lo que estamos implicados, lo que es éxito y
lo que es fracaso. Todo, absolutamente todo, tiene un significado y un
cumplimiento en Cristo. Porque en El estamos siempre.
Las puertas del cielo se han abierto. Se han unido el
cielo y la tierra. Un gran don. Un don amado y costoso. Fue y es la voluntad
del Padre que no quiere que nadie se pierda. Como reza la primera carta de san
Juan: «En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió al
mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él». Si vivimos este amor,
si hacemos camino con el corazón abierto al Dios del Amor, la desesperación y
el absurdo jamás anidarán en nuestro interior. El aguijón de la muerte ha sido
vencido.
Sólo el que tiene la certeza del amor inagotable de Dios
conoce el coraje de amar. El mandamiento nuevo es para pecadores convertidos y
perdonados a quienes el Cordero de Dios ha desarmado.
La muerte de Jesús siempre desconcierta. Nos
desconcierta. Ya les sucedió a los apóstoles. Pero el desconcierto nos lleva a
conocer el verdadero amor. El amor que es cumplimiento en el darse. Amor que es
Eucaristía.
Enciende, Señor, nuestros corazones con el Espíritu de
amor para que, teniendo tus mismos sentimientos, te amemos sinceramente en los
hermanos. Por Jesucristo nuestro Señor.
SEPTIMA PALABRA
"Padre, a tus manos encomiendo mi
espíritu" (Lc 23,46)
"Era ya eso de mediodía, y vinieron las tinieblas
sobre toda la región, hasta la media tarde; porque se oscureció el sol. El velo
del templo se rasgó por medio . Y Jesús, clamando con voz potente, dijo:
«Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu». Y dicho esto, expiró". (Lc
23,44-46).
Jesús siempre en contacto con el Padre, muere
abandonándose a sus manos. El, siempre Hijo, entrega su vida como tal. Momento
impresionante, el de la muerte del Señor, pero también instante sereno y
bienaventurado. Una muerte que es, en último término, dulce hermana del hombre.
Presagio del triunfo del que ha vivido como justo. Muerte que es sólo un paso
-una Pascua- hacia el Padre. Aquel que había venido de lo alto, a lo alto
retorna. Nuestra muerte es así: un retorno al que es nuestro origen, nuestro
Creador y Redentor.
El Hijo de Dios muere con confiada serenidad. No es la
impotencia del que ya está extenuado. Es la plegaria del que sabe que Dios es
el Amor. Y que el Amor -en mayúsculas- es digno de toda confianza. Una apuesta
absoluta. Una apuesta que merece la pena. Porque es la verdad más auténtica.
En el abandono a las manos del Padre se hace realidad el
deseo de plenitud del ser humano. Vemos la muerte de Jesús y, con esta visión,
reciben consuelo nuestros llantos, luz nuestras contradicciones, la misma
muerte nos habla del gozo que comporta el alcanzar la patria verdadera...
Vemos la muerte del Señor y sentimos como una mezcolanza
de gozo y fuerza... El Padre de Cristo se nos revela como nuestro Padre. Y nos
sentimos con ganas de vivir dignamente para poder tener una muerte digna. A
pesar de nuestra pequeñez y de nuestros pecados, el Padre nos abre sus brazos.
Sabemos que nos espera una vida en plenitud, eterna. Y que la salvación está
ligada al ese amor misericordioso de Dios que nos llevará a realizar, en
nuestras vidas, buenas obras que dignifiquen nuestro mundo.
Con Cristo que caminó desde el Portal de Belén hasta la
Gloria, pasando por el Calvario, también nosotros queremos caminar por los
caminos de nuestra vida con el corazón puesto en el Padre del cielo y con un
amor eficaz para los hermanos.
Contemplemos a Jesús. El cuerpo desnudo y el alma vacía.
Rechazado por todos. Solo, muy solo. Pero él es el Cristo de la confianza.
Porque Dios era su roca inquebrantable que lo sostenía. Se entrega plenamente.
Ahora aparece, como nunca, la grandeza del Señor. Su muerte es completa y su
sacrificio perfecto. Desde ahora, morir será compartir la muerte de Jesús.
Tener parte en el misterio redentor que, a lo largo de los siglos, salva a
todos los que abren el corazón a la misericordia de Dios.
La vida y la muerte de Jesús revelan su confianza total
en el Padre del cielo. La confianza que nos recomendó en el sermón de la
montaña no era sólo palabras: era realidad.
Podemos recordar, aquí, el salmo 130:
No pretendo grandezas que superan mi capacidad;
sino que acallo y modero mis deseos, como un niño en
brazos de su madre.
Aquel que siempre fue el Hijo y vivió como tal, aquel que
puso a los pequeños como modelo de su seguimiento, nos deja la lección de lo
que es ser hijo: confiar plenamente en las buenas manos del Padre. Y nos pide
que vivamos como hijos que confían en Dios también cuando las cosas no salen
como nosotros querríamos, y cuando se nos oscurece el panorama espiritual.
Jesús, en su muerte cruel, nos dice que podemos confiar
plenamente en Dios. Y que nuestra confianza no se verá nunca defraudada.
El texto evangélico dice que Jesús expiró. Habla de la
entrega de aquella vida que siempre fue entregada. A nosotros expirar -entregar
el espíritu- nos recuerda el Espíritu Santo que el Señor nos entrega en su
resurrección y el día de Pentecostés. Nosotros recibimos el Espíritu de Jesús,
el Espíritu prometido. Ahora se va. Pero no nos dejará huérfanos. Enviará al
Espíritu Santo que guiará a su Iglesia y orientará el corazón de los fieles. El
Espíritu viene a asegurarnos que seguir a Cristo vale la pena. Que la razón la
tiene Jesús y no los que lo condenaron.
El Espíritu nos ayuda a superar el escándalo de la fe. En
la duda nos da certeza, en las dificultades nos fortalece, en la fatiga es
reposo y en la tristeza consuelo.
El Espíritu Santo es la fuerza de los mártires y los
santos. Es nuestra fuerza. Nos ha sido dado en el Bautismo y en la
Confirmación. Nos asiste y nos guía. Nos ha conducido hasta aquí, para grabar
en nuestro corazón la Pasión del Señor y para decir al Crucificado que él es el
Salvador del mundo y el Rey del universo.
El Espíritu nos mueve a celebrar la Pascua de este año
como un paso adelante en nuestra santificación.
Ante el Cristo muerto, sintámonos hijos del Padre del
cielo. Vivamos como hijos. Con una oración constante. Hijos de Dios. Hijos de
la Iglesia que, siempre dóciles, no buscan más que vivir las bienaventuranzas.
Hijos, siempre entregados, siempre a punto de devolver el don de la vida a
quien es nuestro Creador y Salvador.
Dios, misericordioso y eterno, a quien podemos llamar
Padre, aumenta en nosotros el espíritu filial, para que merezcamos alcanzar la
herencia prometida. Por Jesucristo nuestro Señor.
(Fuente: caminomisionero.blogspot)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
COMENTARIOS DE NUESTROS LECTORES