1. Cada nuevo año trae consigo la esperanza de un
mundo mejor. En esta perspectiva, pido a Dios, Padre de la humanidad, que nos
conceda la concordia y la paz, para que se puedan cumplir las aspiraciones de
una vida próspera y feliz para todos.
Trascurridos 50 años del Concilio Vaticano II, que
ha contribuido a fortalecer la misión de la Iglesia en el mundo, es alentador
constatar que los cristianos, como Pueblo de Dios en comunión con él y
caminando con los hombres, se comprometen en la historia compartiendo las
alegrías y esperanzas, las tristezas y angustias[1], anunciando la salvación de
Cristo y promoviendo la paz para todos.
En efecto, este tiempo nuestro, caracterizado por la
globalización, con sus aspectos positivos y negativos, así como por sangrientos
conflictos aún en curso, y por amenazas de guerra, reclama un compromiso
renovado y concertado en la búsqueda del bien común, del desarrollo de todos
los hombres y de todo el hombre.
Causan alarma los focos de tensión y contraposición
provocados por la creciente desigualdad entre ricos y pobres, por el predominio
de una mentalidad egoísta e individualista, que se expresa también en un
capitalismo financiero no regulado. Aparte de las diversas formas de terrorismo
y delincuencia internacional, representan un peligro para la paz los
fundamentalismos y fanatismos que distorsionan la verdadera naturaleza de la
religión, llamada a favorecer la comunión y la reconciliación entre los
hombres.
Y, sin embargo, las numerosas iniciativas de paz que
enriquecen el mundo atestiguan la vocación innata de la humanidad hacia la paz.
El deseo de paz es una aspiración esencial de cada hombre, y coincide en cierto
modo con el deseo de una vida humana plena, feliz y lograda. En otras palabras,
el deseo de paz se
corresponde con un principio moral fundamental, a saber, con
el derecho y el deber a un desarrollo integral, social, comunitario, que forma
parte del diseño de Dios sobre el hombre. El hombre está hecho para la paz, que
es un don de Dios.
Todo esto me ha llevado a inspirarme para este
mensaje en las palabras de Jesucristo: «Bienaventurados los que trabajan por la
paz, porque serán llamados hijos de Dios» (Mt 5,9).
La
bienaventuranza evangélica
2. Las bienaventuranzas proclamadas por Jesús (cf.
Mt 5,3-12; Lc 6,20-23) son promesas. En la tradición bíblica, en efecto, la
bienaventuranza pertenece a un género literario que comporta siempre una buena
noticia, es decir, un evangelio que culmina con una promesa. Por tanto, las
bienaventuranzas no son meras recomendaciones morales, cuya observancia prevé
que, a su debido tiempo –un tiempo situado normalmente en la otra vida–, se
obtenga una recompensa, es decir, una situación de felicidad futura. La
bienaventuranza consiste más bien en el cumplimiento de una promesa dirigida a
todos los que se dejan guiar por las exigencias de la verdad, la justicia y el
amor. Quienes se encomiendan a Dios y a sus promesas son considerados
frecuentemente por el mundo como ingenuos o alejados de la realidad. Sin embargo,
Jesús les declara que, no sólo en la otra vida sino ya en ésta, descubrirán que
son hijos de Dios, y que, desde siempre y para siempre, Dios es totalmente
solidario con ellos. Comprenderán que no están solos, porque él está a favor de
los que se comprometen con la verdad, la justicia y el amor. Jesús, revelación
del amor del Padre, no duda en ofrecerse con el sacrificio de sí mismo. Cuando
se acoge a Jesucristo, Hombre y Dios, se vive la experiencia gozosa de un don
inmenso: compartir la vida misma de Dios, es decir, la vida de la gracia,
prenda de una existencia plenamente bienaventurada. En particular, Jesucristo
nos da la verdadera paz que nace del encuentro confiado del hombre con Dios.
La bienaventuranza de Jesús dice que la paz es al
mismo tiempo un don mesiánico y una obra humana. En efecto, la paz presupone un
humanismo abierto a la trascendencia. Es fruto del don recíproco, de un
enriquecimiento mutuo, gracias al don que brota de Dios, y que permite vivir
con los demás y para los demás. La ética de la paz es ética de la comunión y de
la participación. Es indispensable, pues, que las diferentes culturas actuales
superen antropologías y éticas basadas en presupuestos teórico-prácticos
puramente subjetivistas y pragmáticos, en virtud de los cuales las relaciones
de convivencia se inspiran en criterios de poder o de beneficio, los medios se
convierten en fines y viceversa, la cultura y la educación se centran
únicamente en los instrumentos, en la tecnología y la eficiencia. Una condición
previa para la paz es el desmantelamiento de la dictadura del relativismo moral
y del presupuesto de una moral totalmente autónoma, que cierra las puertas al
reconocimiento de la imprescindible ley moral natural inscrita por Dios en la
conciencia de cada hombre. La paz es la construcción de la convivencia en
términos racionales y morales, apoyándose sobre un fundamento cuya medida no la
crea el hombre, sino Dios: « El Señor da fuerza a su pueblo, el Señor bendice a
su pueblo con la paz », dice el Salmo 29 (v. 11).
La paz, don de
Dios y obra del hombre
3. La paz concierne a la persona humana en su
integridad e implica la participación de todo el hombre. Se trata de paz con
Dios viviendo según su voluntad. Paz interior con uno mismo, y paz exterior con
el prójimo y con toda la creación. Comporta principalmente, como escribió el
beato Juan XXIII en la Encíclica Pacem in Terris, de la que dentro de pocos
meses se cumplirá el 50 aniversario, la construcción de una convivencia basada
en la verdad, la libertad, el amor y la justicia[2]. La negación de lo que
constituye la verdadera naturaleza del ser humano en sus dimensiones
constitutivas, en su capacidad intrínseca de conocer la verdad y el bien y, en
última instancia, a Dios mismo, pone en peligro la construcción de la paz. Sin
la verdad sobre el hombre, inscrita en su corazón por el Creador, se menoscaba
la libertad y el amor, la justicia pierde el fundamento de su ejercicio.
Para llegar a ser un auténtico trabajador por la
paz, es indispensable cuidar la dimensión trascendente y el diálogo constante
con Dios, Padre misericordioso, mediante el cual se implora la redención que su
Hijo Unigénito nos ha conquistado. Así podrá el hombre vencer ese germen de
oscuridad y de negación de la paz que es el pecado en todas sus formas: el
egoísmo y la violencia, la codicia y el deseo de poder y dominación, la
intolerancia, el odio y las estructuras injustas.
La realización de la paz depende en gran medida del
reconocimiento de que, en Dios, somos una sola familia humana. Como enseña la
Encíclica Pacem in Terris, se estructura mediante relaciones interpersonales e
instituciones apoyadas y animadas por un « nosotros » comunitario, que implica
un orden moral interno y externo, en el que se reconocen sinceramente, de
acuerdo con la verdad y la justicia, los derechos recíprocos y los deberes
mutuos. La paz es un orden vivificado e integrado por el amor, capaz de hacer
sentir como propias las necesidades y las exigencias del prójimo, de hacer
partícipes a los demás de los propios bienes, y de tender a que sea cada vez
más difundida en el mundo la comunión de los valores espirituales. Es un orden
llevado a cabo en la libertad, es decir, en el modo que corresponde a la
dignidad de las personas, que por su propia naturaleza racional asumen la
responsabilidad de sus propias obras[3].
La paz no es un sueño, no es una utopía: la paz es
posible. Nuestros ojos deben ver con mayor profundidad, bajo la superficie de
las apariencias y las manifestaciones, para descubrir una realidad positiva que
existe en nuestros corazones, porque todo hombre ha sido creado a imagen de
Dios y llamado a crecer, contribuyendo a la construcción de un mundo nuevo. En
efecto, Dios mismo, mediante la encarnación del Hijo, y la redención que él
llevó a cabo, ha entrado en la historia, haciendo surgir una nueva creación y
una alianza nueva entre Dios y el hombre (cf. Jr 31,31-34), y dándonos la
posibilidad de tener « un corazón nuevo » y « un espíritu nuevo » (cf. Ez
36,26).
Precisamente por eso, la Iglesia está convencida de
la urgencia de un nuevo anuncio de Jesucristo, el primer y principal factor del
desarrollo integral de los pueblos, y también de la paz. En efecto, Jesús es
nuestra paz, nuestra justicia, nuestra reconciliación (cf. Ef 2,14; 2Co 5,18).
El que trabaja por la paz, según la bienaventuranza de Jesús, es aquel que
busca el bien del otro, el bien total del alma y el cuerpo, hoy y mañana.
A partir de esta enseñanza se puede deducir que toda
persona y toda comunidad –religiosa, civil, educativa y cultural– está llamada
a trabajar por la paz. La paz es principalmente la realización del bien común
de las diversas sociedades, primarias e intermedias, nacionales,
internacionales y de alcance mundial. Precisamente por esta razón se puede
afirmar que las vías para construir el bien común son también las vías a seguir
para obtener la paz.
Los que trabajan por la paz son quienes aman,
defienden y promueven la vida en su integridad
4. El camino para la realización del bien común y de
la paz pasa ante todo por el respeto de la vida humana, considerada en sus
múltiples aspectos, desde su concepción, en su desarrollo y hasta su fin
natural. Auténticos trabajadores por la paz son, entonces, los que aman,
defienden y promueven la vida humana en todas sus dimensiones: personal,
comunitaria y transcendente. La vida en plenitud es el culmen de la paz. Quien
quiere la paz no puede tolerar atentados y delitos contra la vida.
Quienes no aprecian suficientemente el valor de la
vida humana y, en consecuencia, sostienen por ejemplo la liberación del aborto,
tal vez no se dan cuenta que, de este modo, proponen la búsqueda de una paz
ilusoria. La huida de las responsabilidades, que envilece a la persona humana,
y mucho más la muerte de un ser inerme e inocente, nunca podrán traer felicidad
o paz. En efecto, ¿cómo es posible pretender conseguir la paz, el desarrollo
integral de los pueblos o la misma salvaguardia del ambiente, sin que sea
tutelado el derecho a la vida de los más débiles, empezando por los que aún no
han nacido? Cada agresión a la vida, especialmente en su origen, provoca
inevitablemente daños irreparables al desarrollo, a la paz, al ambiente.
Tampoco es justo codificar de manera subrepticia falsos derechos o libertades,
que, basados en una visión reductiva y relativista del ser humano, y mediante
el uso hábil de expresiones ambiguas encaminadas a favorecer un pretendido
derecho al aborto y a la eutanasia, amenazan el derecho fundamental a la vida.
También la estructura natural del matrimonio debe
ser reconocida y promovida como la unión de un hombre y una mujer, frente a los
intentos de equipararla desde un punto de vista jurídico con formas
radicalmente distintas de unión que, en realidad, dañan y contribuyen a su
desestabilización, oscureciendo su carácter particular y su papel insustituible
en la sociedad.
Estos principios no son verdades de fe, ni una mera
derivación del derecho a la libertad religiosa. Están inscritos en la misma
naturaleza humana, se pueden conocer por la razón, y por tanto son comunes a
toda la humanidad. La acción de la Iglesia al promoverlos no tiene un carácter
confesional, sino que se dirige a todas las personas, prescindiendo de su
afiliación religiosa. Esta acción se hace tanto más necesaria cuanto más se
niegan o no se comprenden estos principios, lo que es una ofensa a la verdad de
la persona humana, una herida grave inflingida a la justicia y a la paz.
Por tanto, constituye también una importante
cooperación a la paz el reconocimiento del derecho al uso del principio de la
objeción de conciencia con respecto a leyes y medidas gubernativas que atentan
contra la dignidad humana, como el aborto y la eutanasia, por parte de los
ordenamientos jurídicos y la administración de la justicia.
Entre los derechos humanos fundamentales, también
para la vida pacífica de los pueblos, está el de la libertad religiosa de las
personas y las comunidades. En este momento histórico, es cada vez más
importante que este derecho sea promovido no sólo desde un punto de vista
negativo, como libertad frente –por ejemplo, frente a obligaciones o
constricciones de la libertad de elegir la propia religión–, sino también desde
un punto de vista positivo, en sus varias articulaciones, como libertad de, por
ejemplo, testimoniar la propia religión, anunciar y comunicar su enseñanza,
organizar actividades educativas, benéficas o asistenciales que permitan
aplicar los preceptos religiosos, ser y actuar como organismos sociales,
estructurados según los principios doctrinales y los fines institucionales que
les son propios. Lamentablemente, incluso en países con una antigua tradición
cristiana, se están multiplicando los episodios de intolerancia religiosa,
especialmente en relación con el cristianismo o de quienes simplemente llevan
signos de identidad de su religión.
El que trabaja por la paz debe tener presente que,
en sectores cada vez mayores de la opinión pública, la ideología del liberalismo
radical y de la tecnocracia insinúan la convicción de que el crecimiento
económico se ha de conseguir incluso a costa de erosionar la función social del
Estado y de las redes de solidaridad de la sociedad civil, así como de los
derechos y deberes sociales. Estos derechos y deberes han de ser considerados
fundamentales para la plena realización de otros, empezando por los civiles y
políticos.
Uno de los derechos y deberes sociales más
amenazados actualmente es el derecho al trabajo. Esto se debe a que, cada vez
más, el trabajo y el justo reconocimiento del estatuto jurídico de los
trabajadores no están adecuadamente valorizados, porque el desarrollo económico
se hace depender sobre todo de la absoluta libertad de los mercados. El trabajo
es considerado una mera variable dependiente de los mecanismos económicos y
financieros. A este propósito, reitero que la dignidad del hombre, así como las
razones económicas, sociales y políticas, exigen que «se siga buscando como
prioridad el objetivo del acceso al trabajo por parte de todos, o lo
mantengan»[4]. La condición previa para la realización de este ambicioso
proyecto es una renovada consideración del trabajo, basada en los principios
éticos y valores espirituales, que robustezca la concepción del mismo como bien
fundamental para la persona, la familia y la sociedad. A este bien corresponde
un deber y un derecho que exigen nuevas y valientes políticas de trabajo para
todos.
Construir el
bien de la paz mediante un nuevo modelo de desarrollo y de economía
5. Actualmente son muchos los que reconocen que es
necesario un nuevo modelo de desarrollo, así como una nueva visión de la
economía. Tanto el desarrollo integral, solidario y sostenible, como el bien
común, exigen una correcta escala de valores y bienes, que se pueden
estructurar teniendo a Dios como referencia última. No basta con disposiciones
de muchos medios y una amplia gama de opciones, aunque sean de apreciar. Tanto
los múltiples bienes necesarios para el desarrollo, como las opciones posibles
deben ser usados según la perspectiva de una vida buena, de una conducta recta
que reconozca el primado de la dimensión espiritual y la llamada a la
consecución del bien común. De otro modo, pierden su justa valencia, acabando
por ensalzar nuevos ídolos.
Para salir de la actual crisis financiera y
económica – que tiene como efecto un aumento de las desigualdades – se
necesitan personas, grupos e instituciones que promuevan la vida, favoreciendo
la creatividad humana para aprovechar incluso la crisis como una ocasión de
discernimiento y un nuevo modelo económico. El que ha prevalecido en los
últimos decenios postulaba la maximización del provecho y del consumo, en una
óptica individualista y egoísta, dirigida a valorar a las personas sólo por su
capacidad de responder a las exigencias de la competitividad. Desde otra
perspectiva, sin embargo, el éxito auténtico y duradero se obtiene con el don
de uno mismo, de las propias capacidades intelectuales, de la propia
iniciativa, puesto que un desarrollo económico sostenible, es decir,
auténticamente humano, necesita del principio de gratuidad como manifestación
de fraternidad y de la lógica del don[5]. En concreto, dentro de la actividad
económica, el que trabaja por la paz se configura como aquel que instaura con
sus colaboradores y compañeros, con los clientes y los usuarios, relaciones de
lealtad y de reciprocidad. Realiza la actividad económica por el bien común,
vive su esfuerzo como algo que va más allá de su propio interés, para beneficio
de las generaciones presentes y futuras. Se encuentra así trabajando no sólo
para sí mismo, sino también para dar a los demás un futuro y un trabajo digno.
En el ámbito económico, se necesitan, especialmente
por parte de los estados, políticas de desarrollo industrial y agrícola que se
preocupen del progreso social y la universalización de un estado de derecho y
democrático. Es fundamental e imprescindible, además, la estructuración ética
de los mercados monetarios, financieros y comerciales; éstos han de ser
estabilizados y mejor coordinados y controlados, de modo que no se cause daño a
los más pobres. La solicitud de los muchos que trabajan por la paz se debe
dirigir además – con una mayor resolución respecto a lo que se ha hecho hasta
ahora – a atender la crisis alimentaria, mucho más grave que la financiera. La
seguridad de los aprovisionamientos de alimentos ha vuelto a ser un tema
central en la agenda política internacional, a causa de crisis relacionadas,
entre otras cosas, con las oscilaciones repentinas de los precios de las
materias primas agrícolas, los comportamientos irresponsables por parte de
algunos agentes económicos y con un insuficiente control por parte de los
gobiernos y la comunidad internacional. Para hacer frente a esta crisis, los
que trabajan por la paz están llamados a actuar juntos con espíritu de
solidaridad, desde el ámbito local al internacional, con el objetivo de poner a
los agricultores, en particular en las pequeñas realidades rurales, en
condiciones de poder desarrollar su actividad de modo digno y sostenible desde
un punto de vista social, ambiental y económico.
La educación a una cultura de la paz: el papel de la
familia y de las instituciones
6. Deseo reiterar con fuerza que todos los que
trabajan por la paz están llamados a cultivar la pasión por el bien común de la
familia y la justicia social, así como el compromiso por una educación social
idónea.
Ninguno puede ignorar o minimizar el papel decisivo
de la familia, célula base de la sociedad desde el punto de vista demográfico,
ético, pedagógico, económico y político. Ésta tiene como vocación natural
promover la vida: acompaña a las personas en su crecimiento y las anima a
potenciarse mutuamente mediante el cuidado recíproco. En concreto, la familia
cristiana lleva consigo el germen del proyecto de educación de las personas
según la medida del amor divino. La familia es uno de los sujetos sociales
indispensables en la realización de una cultura de la paz. Es necesario tutelar
el derecho de los padres y su papel primario en la educación de los hijos, en
primer lugar en el ámbito moral y religioso. En la familia nacen y crecen los
que trabajan por la paz, los futuros promotores de una cultura de la vida y del
amor[6].
En esta inmensa tarea de educación a la paz están
implicadas en particular las comunidades religiosas. La Iglesia se siente
partícipe en esta gran responsabilidad a través de la nueva evangelización, que
tiene como pilares la conversión a la verdad y al amor de Cristo y,
consecuentemente, un nuevo nacimiento espiritual y moral de las personas y las
sociedades. El encuentro con Jesucristo plasma a los que trabajan por la paz,
comprometiéndoles en la comunión y la superación de la injusticia.
Las instituciones culturales, escolares y
universitarias desempeñan una misión especial en relación con la paz. A ellas
se les pide una contribución significativa no sólo en la formación de nuevas
generaciones de líderes, sino también en la renovación de las instituciones
públicas, nacionales e internacionales. También pueden contribuir a una reflexión
científica que asiente las actividades económicas y financieras en un sólido
fundamento antropológico y ético. El mundo actual, particularmente el político,
necesita del soporte de un pensamiento nuevo, de una nueva síntesis cultural,
para superar tecnicismos y armonizar las múltiples tendencias políticas con
vistas al bien común. Éste, considerado como un conjunto de relaciones
interpersonales e institucionales positivas al servicio del crecimiento
integral de los individuos y los grupos, es la base de cualquier educación a la
auténtica paz.
Una pedagogía
del que trabaja por la paz
7. Como conclusión, aparece la necesidad de proponer
y promover una pedagogía de la paz. Ésta pide una rica vida interior, claros y
válidos referentes morales, actitudes y estilos de vida apropiados. En efecto,
las iniciativas por la paz contribuyen al bien común y crean interés por la paz
y educan para ella. Pensamientos, palabras y gestos de paz crean una mentalidad
y una cultura de la paz, una atmósfera de respeto, honestidad y cordialidad. Es
necesario enseñar a los hombres a amarse y educarse a la paz, y a vivir con
benevolencia, más que con simple tolerancia. Es fundamental que se cree el
convencimiento de que « hay que decir no a la venganza, hay que reconocer las
propias culpas, aceptar las disculpas sin exigirlas y, en fi n, perdonar »[7],
de modo que los errores y las ofensas puedan ser en verdad reconocidos para
avanzar juntos hacia la reconciliación. Esto supone la difusión de una
pedagogía del perdón. El mal, en efecto, se vence con el bien, y la justicia se
busca imitando a Dios Padre que ama a todos sus hijos (cf. Mt 5,21-48). Es un
trabajo lento, porque supone una evolución espiritual, una educación a los más
altos valores, una visión nueva de la historia humana. Es necesario renunciar a
la falsa paz que prometen los ídolos de este mundo y a los peligros que la
acompañan; a esta falsa paz que hace las conciencias cada vez más insensibles,
que lleva a encerrarse en uno mismo, a una existencia atrofiada, vivida en la
indiferencia. Por el contrario, la pedagogía de la paz implica acción,
compasión, solidaridad, valentía y perseverancia.
Jesús encarna el conjunto de estas actitudes en su
existencia, hasta el don total de sí mismo, hasta « perder la vida » (cf. Mt
10,39; Lc 17,33; Jn 12,35). Promete a sus discípulos que, antes o después,
harán el extraordinario descubrimiento del que hemos hablado al inicio, es
decir, que en el mundo está Dios, el Dios de Jesús, completamente solidario con
los hombres. En este contexto, quisiera recordar la oración con la que se pide
a Dios que nos haga instrumentos de su paz, para llevar su amor donde hubiese
odio, su perdón donde hubiese ofensa, la verdadera fe donde hubiese duda. Por
nuestra parte, junto al beato Juan XXIII, pidamos a Dios que ilumine también
con su luz la mente de los que gobiernan las naciones, para que, al mismo
tiempo que se esfuerzan por el justo bienestar de sus ciudadanos, aseguren y
defiendan el don hermosísimo de la paz; que encienda las voluntades de todos
los hombres para echar por tierra las barreras que dividen a los unos de los
otros, para estrechar los vínculos de la mutua caridad, para fomentar la
recíproca comprensión, para perdonar, en fin, a cuantos nos hayan injuriado. De
esta manera, bajo su auspicio y amparo, todos los pueblos se abracen como
hermanos y florezca y reine siempre entre ellos la tan anhelada paz[8].
Con esta invocación, pido que todos sean verdaderos
trabajadores y constructores de paz, de modo que la ciudad del hombre crezca en
fraterna concordia, en prosperidad y paz.
Vaticano, 8 de diciembre de 2012
Benedicto XVI.
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