Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Había algo de atractivo en la oración de Jesús, era tan
fascinante que un día sus discípulos le pidieron que les enseñara. El episodio
se encuentra en el Evangelio de Lucas, que entre los Evangelistas es quien ha
documentado mayormente el misterio del Cristo “orante”: el Señor oraba. Los
discípulos de Jesús están impresionados por el hecho de que Él, especialmente
en la mañana y en la tarde, se retira en la soledad y se “inmerge” en la
oración. Y por esto, un día, le piden de enseñarles también a ellos a orar.
(Cfr. Lc 11,1).
Es entonces que Jesús transmite aquello que se ha
convertido en la oración cristiana por excelencia: el “Padre Nuestro”. En
verdad, Lucas, en relación a Mateo, nos transmite la oración de Jesús en una
forma un poco abreviada, que inicia con una simple invocación: «Padre» (v. 2).
Todo el misterio de la oración cristiana se resume aquí,
en esta palabra: tener el coraje de llamar a
Dios con el nombre de Padre. Lo
afirma también la liturgia cuando, invitándonos a recitar comunitariamente la
oración de Jesús, utiliza la expresión «nos atrevemos a decir».
De hecho, llamar a Dios con el nombre de “Padre” no es
para nada un hecho sobre entendido. Somos conducidos a usar los títulos más
elevados, que nos parecen más respetuosos de su trascendencia. En cambio,
invocarlo como “Padre” nos pone en una relación de confianza con Él, como un
niño que se dirige a su papá, sabiendo que es amado y cuidado por él. Esta es
la gran revolución que el cristianismo imprime en la psicología religiosa del
hombre. El misterio de Dios, que siempre nos fascina y nos hace sentir
pequeños, pero no nos da más miedo, no nos aplasta, no nos angustia. Esta es
una revolución difícil de acoger en nuestro ánimo humano; tanto es así que
incluso en las narraciones de la Resurrección se dice que las mujeres, después
de haber visto la tumba vacía y al ángel, «salieron corriendo del sepulcro,
porque estaban temblando y fuera de sí» (Mc 16,8). Pero Jesús nos revela que
Dios es Padre bueno, y nos dice: “No tengan miedo”.
Pensemos en la parábola del padre misericordioso (Cfr. Lc
15,11-32). Jesús narra de un padre que sabe ser sólo amor para sus hijos. Un
padre que no castiga al hijo por su arrogancia y que es capaz incluso de
entregarle su parte de herencia y dejarlo ir fuera de casa. Dios es Padre, dice
Jesús, pero no a la manera humana, porque no existe ningún padre en este mundo
que se comportaría como el protagonista de esta parábola. Dios es Padre a su
manera: bueno, indefenso ante el libre albedrio del hombre, capaz sólo de
conjugar el verbo “amar”. Cuando el hijo rebelde, después de haber derrochado
todo, regresa finalmente a su casa natal, ese padre no aplica criterios de
justicia humana, sino siente sobre todo la necesidad de perdonar, y con su
brazo hace entender al hijo que en todo ese largo tiempo de ausencia le ha
hecho falta, ha dolorosamente faltado a su amor de padre.
¡Qué misterio insondable es un Dios que nutre este tipo
de amor en relación con sus hijos!
Tal vez es por esta razón que, evocando el centro del
misterio cristiano, el Apóstol Pablo no se siente seguro de traducir en griego
una palabra que Jesús, en arameo, pronunciaba: “abbà”. En dos ocasiones San
Pablo, en su epistolario (Cfr. Rom 8,15; Gal 4,6), toca este tema, y en las dos
veces deja esa palabra sin traducirla, de la misma forma en la cual ha surgido
de los labios de Jesús, “abbà”, un término todavía más íntimo respecto a
“padre”, y que alguno traduce “papá, papito”.
Queridos hermanos y hermanas, no estamos jamás solos.
Podemos estar lejos, hostiles, podemos también profesarnos “sin Dios”. Pero el
Evangelio de Jesucristo nos revela que Dios no puede estar sin nosotros: Él no
será jamás un Dios “sin el hombre”; es Él quien no puede estar sin nosotros, y
esto es un gran misterio. Dios no puede ser Dios sin el hombre: ¡este es un
gran misterio! Y esta certeza es la fuente de nuestra esperanza, que
encontramos conservada en todas las invocaciones del Padre Nuestro. Cuando
tenemos necesidad de ayuda, Jesús no nos dice de resignarnos y cerrarnos en
nosotros mismos, sino de dirigirnos al Padre y pedirle a Él con confianza.
Todas nuestras necesidades, desde las más evidentes y cotidianas, como el
alimento, la salud, el trabajo, hasta aquellas de ser perdonados y sostenidos
en la tentación, no son el espejo de nuestra soledad: existe en cambio un Padre
que siempre nos mira con amor, y que seguramente no nos abandona.
Ahora les hago una propuesta: cada uno de nosotros tiene
tantos problemas y tantas necesidades. Pensemos un poco, en silencio, en estos
problemas y en estas necesidades. Pensemos también en el Padre, en nuestro
Padre, que no puede estar sin nosotros, y que en este momento nos está mirando.
Y todos juntos, con confianza y esperanza, oremos: “Padre nuestro, que estas en
los cielos…”. Gracias.
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