«Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En las catequesis anteriores hemos tenido la posibilidad de
subrayar diversas veces que uno no se vuelve cristiano por sí mismo, con las
propias fuerzas, de manera autónoma, ni siquiera en un laboratorio, sino que
uno es generado y hecho crecer en la fe en el interior de ese gran cuerpo que
es la Iglesia. En este sentido la Iglesia es realmente madre. Nuestra Madre
Iglesia. ¡Es lindo decirlo así! Una madre que nos da la vida en Cristo y que
nos hace vivir junto a los otros hermanos en la comunión del Espíritu Santo.
En esta maternidad la Iglesia tiene como modelo a la Virgen María,
el modelo más bello y más alto que pueda haber. Es lo que las primeras
comunidades cristianas ya dejaron claro y el Concilio Vaticano II ha expresado
de manera admirable.
La maternidad de María es seguramente única, singular, y se
cumplió en la plenitud de los tiempos, cuando la
Virgen dio a luz al Hijo de
Dios, concebido por obra del Espíritu Santo.
Y aún así, la maternidad de la Iglesia se pone justamente en
continuidad con la de María, como su prolongación en la historia. La Iglesia,
en la fecundidad del Espíritu, sigue generando nuevos hijos en Cristo, siempre
escuchando la Palabra de Dios y en la docilidad a su designio de amor. La
Iglesia es madre, el nacimiento de Jesús en el seno de María, de hecho es el
preludio del renacer de cada cristiano en el seno de la Iglesia, desde el
momento que Cristo es el primogénito de una multitud de hermanos. Jesús es
nuestro primer hermano, nacido de María y es modelo, y todos nosotros hemos
nacido de la Iglesia. Entendemos entonces cuanto sea profunda la relación que
une a María y a la Iglesia: mirando a María descubrimos el rostro más bello y
tierno de la Iglesia; mirando a la Iglesia reconocemos los trazos sublimes de
María. ¡Nosotros cristianos no somos huérfanos, tenemos una mamá, tenemos una
madre y esto es grande, no somos huérfanos. La Iglesia es Madre, María es
madre!
La Iglesia es nuestra madre porque nos ha hecho nacer con el
bautismo. Y cada vez que bautizamos a un niño, se vuelve hijo de la Iglesia,
entra dentro de la Iglesia. Y desde aquel día, como mamá cuidadosa nos hace
crecer en la fe y nos indica con la fuerza de la palabra de Dios el camino de
la salvación, defendiéndonos del mal.
La Iglesia ha recibido de Jesús el tesoro precioso del
Evangelio, no para tenérselo para sí, sino para donarlo generosamente a los
otros, como hace una mamá.
En este servicio de evangelización, la maternidad de la
Iglesia se manifiesta de manera peculiar, empeñada como una madre, ofreciendo a
sus hijos el nutrimiento espiritual que alimenta y hace fructificar la vida cristiana.
Todos por lo tanto estamos llamados a acoger con mente y
corazón abiertos la palabra de Dios que la Iglesia cada día nos da, porque esta
Palabra tiene la capacidad de cambiarnos desde el interior. Solamente la
palabra de Dios tiene esta capacidad, de cambiarnos bien desde dentro, desde
sus raíces más profundas.
Solamente la palabra de Dios tiene este poder ¿y quién nos
da esta palabra de Dios? la Madre Iglesia. Nos alimenta desde niños con esta
palabra y nos hace crecer con esta palabra. ¡Y esto es grande, es la madre
Iglesia que con la palabra de Dios nos cambia desde dentro!
La palabra de Dios que nos da la Madre Iglesia nos
transforma y vuelve nuestra humanidad no palpitante según la mundanidad de la
carne, sino según el Espíritu.
En su atención materna, la Iglesia se esfuerza en demostrar
a los creyentes el camino que hay que recorrer para vivir una existencia
fecunda de alegría y de paz. Iluminados por la luz del Evangelio y sostenidos
por la gracia de los sacramentos, especialmente la eucaristía, nosotros podemos
orientar bien nuestras decisiones y cruzar con coraje y esperanza los momentos
de oscuridad y los senderos más tortuosos. Porque en la vida los hay.
El camino de la salvación, a través de los cuales la Iglesia
nos guía y nos acompaña con la fuerza del Evangelio y el apoyo de los
sacramentos, nos da la capacidad de defendernos del mal. La Iglesia tiene el
coraje de una madre que siente del deber de defender a los propios hijos de los
peligros que derivan de la presencia de satanás en el mundo, para llevarlos al
encuentro con Jesús.
Una madre siempre defiende a sus hijos. Esta defensa
consiste también en exhortar a la vigilancia: vigilar contra el engaño y la
seducción del maligno. Porque si bien Dios ha vencido a satanás, éste vuelve
siempre con sus tentaciones; nosotros lo sabemos, todos nosotros somos tentados
y hemos sido tentados.
Depende de nosotros no ser ingenuos. Él viene y 'como león
rugiente gira buscando a quien devorar'. Y nosotros no tenemos que ser
ingenuos, sino vigilar y resistir firmes en la fe. Resistir con los consejos de
la madre, resistir con la ayuda de la Madre Iglesia, que como buena madre
acompaña a sus hijos en los momentos difíciles.
Queridos amigos esta es la Iglesia, es la Iglesia que amamos
todos. Esta es la Iglesia que yo amo. Es una madre que se toma a pecho el bien
de los propios hijos y es capaz de dar la vida por ellos. No tenemos que
olvidarnos entretanto que la Iglesia, no son los curas ni nosotros los obispos.
La Iglesia somos todos, ¿de acuerdo? Todos somos hijos pero también madre de
otros cristianos. Todos los bautizados, hombres y mujeres, juntos somos la
Iglesia. Cuántas veces en nuestra vida no damos testimonio de esta maternidad
de la Iglesia, de este coraje materno de la Iglesia. Cuántas veces somos
cobardes. !Y no!
Encomendémonos a María porque Ella nos enseñe como madre de
nuestro hermano primogénito, Jesús, nos enseñe a tener su mismo espíritu
materno hacia nuestros hermanos, con la capacidad sincera de acoger, de
perdonar, de dar fuerza y de infundir confianza y esperanza. Esto es lo que
hace una mamá. Gracias».
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
COMENTARIOS DE NUESTROS LECTORES