Esta fiesta recuerda la escena en que Jesús, en la cima del
monte Tabor, se apareció vestido de gloria, hablando con Moisés y Elías ante
sus tres discípulos preferidos, Pedro, Juan y Santiago. La fiesta de la
Transfiguración del Señor se venía celebrando desde muy antiguo en las iglesias
de Oriente y Occidente, pero el papa Calixto III, en 1457 la extendió a toda la
cristiandad para conmemorar la victoria que los cristianos obtuvieron en
Belgrado, sobre Mahomet II, orgulloso conquistador de Constantinopla y enemigo
del cristianismo, y cuya noticia llegó a Roma el 6 de agosto.
La Transfiguración del Señor
Jesús había anunciado a los suyos la inminencia de su Pasión
y los sufrimientos que había de padecer a manos de los judíos y de los
gentiles. Y los exhortó a que le siguieran por el camino de la cruz y del
sacrificio (Mt 16, 24 ss). Pocos días después de estos sucesos, que habían
tenido lugar en la región de Cesarea de Filipo, quiso confortar su fe, pues,
-como enseña Santo Tomás- para que una persona ande rectamente por
un camino es
preciso que conozca antes, de algún modo el fin al que se dirige: “como el
arquero no lanza con acierto la saeta si no mira primero al blanco al que la
envía. Y esto es necesario sobre todo cuando la vía es áspera y difícil y el
camino laborioso... Y por esto fue conveniente que manifestase a sus discípulos
la gloria de su claridad, que es los mismo que transfigurarse, pues en esta
claridad transfigurará a los suyos” (Sto. Tomás, Suma teológica).
Nuestra vida es un camino hacia el Cielo. Pero es una vía
que pasa a través de la Cruz y del sacrificio. Hasta el último momento habremos
de luchar contra corriente, y es posible que también llegue a nosotros la
tentación de querer hacer compatible la entrega que nos pide el Señor con una
vida fácil, como la de tantos que viven con el pensamiento puesto
exclusivamente en las cosas materiales... “¡Pero no es así! El cristianismo no
puede dispensarse de la cruz: la vida cristiana no es posible sin el peso
fuerte y grande del deber... si tratásemos de quitarle ésto a nuestra vida, nos
crearíamos ilusiones y debilitaríamos el cristianismo; lo habríamos
transformado en una interpretación muelle y cómoda de la vida” (Pablo VI,
Alocución 8-IV-1966). No es esa la senda que indicó el Señor.
Los discípulos quedarían profundamente desconcertados al
presenciar los hechos de la Pasión. Por eso, el Señor condujo a tres de ellos,
precisamente a los que debían acompañarle en su agonía de Getsemaní, a la cima
del monte Tabor para que contemplaran su gloria. Allí se mostró “en la claridad
soberana que quiso fuese visible para estos tres hombres, reflejando lo
espiritual de una manera adecuada a la naturaleza humana. Pues, rodeados
todavía de la carne mortal, era imposible que pudieran ver ni contemplar
aquella inefable e inaccesible visión de la misma divinidad, que está reservada
en la vida eterna para los limpios de corazón” (San León Magno, Homilía sobre
la transfiguración), la que nos aguarda si procuramos ser fieles cada día.
También a nosotros quiere el Señor confortarnos con la
esperanza del Cielo que nos aguarda, especialmente si alguna vez el camino se
hace costoso y asoma el desaliento. Pensar en lo que nos aguarda nos ayudará a
ser fuertes y a perseverar. No dejemos de traer a nuestra memoria el lugar que
nuestro Padre Dios nos tiene preparado y al que nos encaminamos. Cada día que
pasa nos acerca un poco más. El paso del tiempo para el cristiano no es, en
modo alguno, una tragedia; acorta, por el contrario, el camino que hemos de
recorrer para el abrazo definitivo con Dios: el encuentro tanto tiempo
esperado.
Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, y los llevó
a un monte alto, y se transfiguró ante ellos , de modo que su rostro se puso
resplandeciente como el sol y sus vestidos blancos como la luz. En esto se le
aparecieron Moisés y Elías hablando con Él (Mt 17, 1-3). Esta visión produjo en
los Apóstoles una felicidad incontenible; Pedro la expresa con estas palabras:
Señor, ¡qué bien estamos aquí!; si quieres haré aquí tres tiendas: una para Ti,
otra para Moisés y otra para Elías (Mt 17, 4). Estaba tan contento que ni
siquiera pensaba en sí mismo, ni en Santiago y Juan que le acompañaban. San
Marcos, que recoge la catequesis del mismo San Pedro, añade que no sabía lo que
decía (Mc 9, 6). Todavía estaba hablando cuando una nube resplandeciente los
cubrió con y una voz desde la nube dijo: Éste es mi Hijo, el Amado, en quien
tengo mis complacencias: escuchadle (Mt 17, 5).
El recuerdo de aquellos momentos junto al Señor en el Tabor
fueron sin duda de gran ayuda en tantas circunstancias difíciles y dolorosas de
la vida de los tres discípulos. San Pedro lo recordará hasta el final de sus
días. En una de sus Cartas, dirigida a los primeros cristianos para
confortarlos en un momento de dura persecución, afirma que ellos, los
Apóstoles, no han dado a conocer a Jesucristo siguiendo fábulas llenas de
ingenio, sino porque hemos sido testigos oculares de su majestad. En efecto Él
fue honrado y glorificado por Dios Padre, cuando la sublime gloria le dirigió
esta voz: Éste es mi Hijo, el Amado, en quien tengo mis complacencias. Y esta
voz, venida del cielo, la oímos nosotros estando con Él en el monte santo (2
Pdr 1, 16-18). El Señor, momentáneamente, dejó entrever su divinidad, y los
discípulos quedaron fuera de sí, llenos de una inmensa dicha, que llevarían en
su alma toda la vida. “La transfiguración les revela a un Cristo que no se
descubría en la vida de cada día. Está ante ellos como Alguien en quien se
cumple la Alianza Antigua, y, sobre todo, como el Hijo elegido del Eterno Padre
al que es preciso prestar fe absoluta y obediencia total” (Juan Pablo II,
Homilía 27-II-1983), al que debemos buscar todos los días de nuestra existencia
aquí en la tierra.
¿Qué será el Cielo que nos espera, donde contemplaremos, si
somos fieles, a Cristo glorioso, no en un instante, sino en una eternidad sin
fin?
Todavía estaba hablando, cuando una nube resplandeciente los
cubrió y una voz desde la nube dijo: Éste es mi Hijo, el Amado, en quien tengo
mis complacencias: escuchadle (Mt 17, 5). ¡Tantas veces le hemos oído en la
intimidad de nuestro corazón!
El misterio que celebramos no sólo fue un signo y anticipo
de la glorificación de Cristo, sino también de la nuestra, pues, como nos
enseña San Pablo, el Espíritu da testimonio junto con nuestro espíritu de que
somos hijos de Dios. Y si somos hijos también herederos: herederos de Dios,
coherederos de Cristo; con tal que padezcamos con Él, para ser con Él también
glorificados (Rom 8, 16-17). Y añade el Apóstol: Porque estoy convencido de que
los padecimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria futura
que se ha de manifestar en nosotros (Rom 8, 18). Cualquier pequeño o gran
sufrimiento que padezcamos por Cristo nada es si se mide con lo que nos espera.
El Señor bendice con la Cruz, y especialmente cuando tiene dispuesto conceder
bienes muy grandes. Si en alguna ocasión nos hace gustar con más intensidad su
Cruz, es señal de que nos considera hijos predilectos. Pueden llegar el dolor
físico, humillaciones, fracasos, contradicciones familiares... No es el momento
entonces de quedarnos tristes, sino de acudir al Señor y experimentar su amor
paternal y su consuelo. Nunca nos faltará su ayuda para convertir esos
aparentes males en grandes bienes para nuestra alma y para toda la Iglesia. “No
se lleva ya una cruz cualquiera, se descubre la Cruz de Cristo, con el consuelo
de que se encarga el Redentor de soportar el peso” (J. Escrivá de Balaguer,
“Amigos de Dios”). Él es, Amigo inseparable, quien lleva lo duro y lo difícil.
Sin Él cualquier peso nos agobia.
Si nos mantenemos siempre cerca de Jesús, nada nos hará
verdaderamente daño: ni la ruina económica, ni la cárcel, ni la enfermedad
grave..., mucho menos las pequeñas contradicciones diarias que tienden a
quitarnos la paz si no estamos alerta. El mismo San Pedro lo recordaba a los
primeros cristianos: ¿quién os hará daño, si no pensáis más que en obrar bien?
Pero si sucede que padecéis algo por amor a la justicia, sois bienaventurados
(1Pdr 3, 13-14).
Pidamos a Nuestra Señora que sepamos ofrecer con paz el
dolor y la fatiga que cada día trae consigo, con el pensamiento puesto en
Jesús, que nos acompaña en esta vida y que nos espera, glorioso al final del
camino. Y cuando llegue aquella hora en que se cierren mis ojos humanos,
abridme otros, Señor, otros más grandes para contemplar vuestra faz inmensa.
¡Sea la muerte un mayor nacimiento! (J. Margall, Canto espiritual), el comienzo
de una vida sin fin.
(Fuente: Extracto del libro “Hablar con Dios”, de Francisco
Fernández-Carvajal)
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