viernes, 11 de abril de 2014

Comentario al Evangelio del domingo, 13 de abril de 2014


La victoria de la Cruz
El Domingo de Ramos, la puerta de entrada en la Semana Santa, reúne dos motivos en apariencia contradictorios: por un lado, la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén; por el otro, el fracaso de su trágica muerte en la cruz. El triunfo y la derrota. Mejor sería decir, el triunfo aparente, y la derrota real y sin paliativos. Podemos preguntarnos por qué la liturgia reúne estos dos motivos, que, pese a su cercanía temporal, no coinciden del todo. ¿Por qué anticipar al Domingo de Ramos lo que sucederá el Viernes Santo? ¿Para qué empañar este momento de gloria, aunque efímero, bajo la sombra del fracaso de la cruz? De hecho, hasta el enunciado de la solemnidad puede parecer engañoso: Domingo de Ramos, decimos, pero lo cierto es que la lectura de este episodio ocupa un lugar casi marginal en la celebración litúrgica, en la que todo el protagonismo se lo lleva la lectura dramatizada de la pasión.
La liturgia concentra en sí la experiencia cristiana de siglos, y está penetrada de una lógica profunda, que podemos ir descubriendo y comprendiendo precisamente en la pedagogía de la repetición cíclica. No se trata de una mera compresión teórica, sino vital: la liturgia nos va introduciendo en el misterio mismo de Cristo, ayudándonos a hacerlo parte de nuestra vida, a “entrar” literalmente en él, a hacernos coprotagonistas de esta historia en el mismo sentido en que lo fueron quienes acompañaban a Jesús en los
relatos evangélicos, con sus mismas esperanzas, alegrías y tristezas, también con sus mismas tentaciones y confusiones.
¿Qué significa, pues, esta entrada triunfal en Jerusalén, desde el punto de vista de nuestra fe en Cristo? En ella podemos descubrir dos significados contrapuestos, uno muy comprensible y humano, pero que se acaba revelando falso; el segundo, muy difícil de asumir humanamente, pero que es el que conduce a la salvación, y que la liturgia y la Palabra hoy nos invitan a aceptar.
El primero es el deseo, tan humano, tan presente en todos nosotros, de que Cristo venza en su lucha contra las fuerzas del mal con un triunfo “de tejas abajo”, similar al de los vencedores de este mundo, al de las victorias bélicas, de las conquistas políticas, de los éxitos sociales o económicos. Se trata de un género de victoria que implica la derrota de los que se oponen a lo que Jesús predica y representa, que va conquistando terreno, relevancia, poder. Si la causa de Jesús es la causa de Dios, del Bien (del Amor, la Justicia, la Paz…), ¿cómo no desear ese triunfo real, como triunfan ciertas naciones, grupos, ideologías?
Pero la historia atestigua lo efímeras que son estas victorias: los imperios acaban cayendo y siendo sustituidos por otros, las ideologías envejecen rápidamente y se suceden sin solución de continuidad, las cosas que parecen más sólidas y estables (instituciones, ideas, sistemas culturales, etc.) acaban cediendo y sucumbiendo ante el inexorable desgaste del tiempo. Incluso la Iglesia, si la miramos como estructura puramente humana, conoce momentos de esplendor y de decadencia, de expansión y de retirada: también sus “victorias de tejas abajo” acaban resultando pasajeras. Nuestro tiempo está siendo generoso en ejemplos del carácter efímero de estos triunfos. Hemos visto por televisión caer imperios, y los que ahora parecen más fuertes ya sienten el aliento amenazador de otros emergentes, no sabemos si para bien o para mal. Muchos están convencidos de que la crisis de la fe y la pérdida de influencia y poder de la Iglesia en numerosos países es el principio de un fin sin vuelta atrás. Hay quien lo celebra con júbilo; otros (creyentes débiles) lo miran con temor y pesimismo; o con proyectos de “reconquista” de diverso signo (de restauración o revolucionarios, conservadores o progresistas, según la roma terminología al uso). Pero todo esto es, en definitiva, consecuencia de una mala comprensión de la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén, la que, casi seguro, animaba a los propios discípulos de Cristo, pues creían próxima su coronación como Rey. Una mala compresión en la que nosotros seguimos cayendo cuando buscamos sobre todo relevancia social y poder para conformar la sociedad según nuestros valores.
Pero el triunfo de Jesús, anticipado en su entrada triunfal en Jerusalén, la ciudad Santa, morada de Dios (cf. Sal 86), es de otro tipo, que poco tiene que ver con las victorias militares, políticas o sociales. Y esto es lo que explica que, tras el relato de la entrada de Jesús en Jerusalén, al inicio de la celebración, sea el relato de la Pasión el que ocupe el lugar central, porque es éste el que revela la verdad de su victoria. Éste no ha triunfado cuando ha entrado en la Jerusalén terrestre entre las aclamaciones de sus discípulos, sino justamente en la derrota humana de su muerte en la cruz, el trono de este extraño rey, el altar de este sacerdote, que es al mismo tiempo víctima. Por eso no podemos leer el relato de la entrada en Jerusalén más que sobre el trasfondo de su pasión y muerte.
No se trata simplemente de un trágico destino: el fracaso, uno más, de lo que no pasó de ser un bello sueño. Si fuera así sólo (es decir, sólo “de tejas abajo”), ¿en qué sentido podríamos hablar de triunfo? ¿No sería esto una sarcástica burla? Pero es que la muerte de Jesús es también fruto de una elección. Desde el comienzo de su ministerio, cuando sintió la voz del tentador en el desierto, Jesús ha rechazado expresamente el camino de los triunfos mundanos. Esa tentación diabólica y, al tiempo, tan humana, de usar su poder y autoridad para sacar partido, sorprender, imponerse, someter a los que se le oponen, destruir a sus enemigos. ¿Por qué no? “Si eres Hijo de Dios… significa que puedes, usa tu poder”. Esa era la tentación que sintieron también sus discípulos en tantos momentos: la del poder o la violencia (cf. Mt 20, 28-21; Mc 9, 33-34; Lc 9, 51-55); la que sentimos nosotros cuando pensamos en planes de expansión de la Iglesia que no tienen el sello del espíritu evangélico. Así le tentaron también los que le insultaban: “si eres Hijo de Dios, baja de la cruz”. También nosotros deseamos a veces que, ya que es Hijo de Dios, baje de la cruz y les dé su merecido. ¿Pero a quién, y de qué manera?
Pero Jesús, porque es el Hijo de Dios, ha vencido esa tentación en todas sus formas: ha renunciado a vencer sobre sus enemigos, sean individuos, pueblos, grupos sociales o religiosos, porque ha querido vencer sobre la raíz que da lugar a todas las enemistades. No lucha contra judíos o romanos, sino contra lo que provoca que judíos y romanos sean enemigos (y aquí, que cada uno haga su lista). Como dice la carta a los Efesios: “nuestra lucha no es contra adversarios de carne y hueso, sino contra los Principados, contra las Potestades, contra los Dominadores de este mundo tenebroso, contra el Espíritu del Mal que está en las alturas” (Ef 6, 12).
Jesús lucha contra el pecado que anida en el corazón del hombre, y sólo puede hacerlo por medio del bien, la virtud y el amor, que le lleva a la entrega total de la propia vida. Por eso, su muerte, una derrota vista humanamente, se convierte en una victoria, precisamente porque él es el Hijo de Dios: por serlo ni se aprovecha de su poder, ni destruye a sus enemigos, ni baja de la cruz, sino que atraviesa libremente la cortina de la muerte, de esa muerte que no es un mero episodio biológico, sino fruto del pecado: la negación de la vida, del bien y la verdad, la justicia y el amor. Es la muerte en Cruz su verdadero triunfo, porque por ella ha penetrado en un santuario no fabricado por mano de hombre, y no con sangre de novillos, menos aún con la sangre de sus enemigos, sino con su propia sangre (cf. Hb 9, 11-14). La verdadera entrada triunfal de Jesús es la que ha hecho, por la puerta de la Cruz, en la Jerusalén celestial, “en la que ya no habrá muerte, ni llanto, ni gritos, ni fatigas, porque el viejo mundo ha pasado” (Ap 21, 4), ese viejo mundo hecho de guerras, desigualdades y enemistades, y victorias que son derrotas porque destruyen al semejante, en el que las víctimas se reivindican frecuentemente convirtiéndose en verdugos de nuevas víctimas.
Con su muerte en Cruz, Jesús ha abierto para nosotros un horizonte nuevo, para que podamos ver más allá de “tejas abajo”; es más, nos ha abierto el camino a ese santuario no construido por mano de hombre, nos ha dado acceso, en su misma persona, a la Jerusalén celestial. Dicho con otras palabras, nos ha dado la posibilidad de vivir ya en este viejo mundo según las leyes del nuevo (la ley del amor), de vencer al mal sólo a fuerza de bien, aunque eso conlleve a veces aparentes derrotas, incluso muertes, que son victorias, como considera la Iglesia el testimonio martirial.
La liturgia de hoy, por medio del contraste de los dos evangelios leídos, nos invita sabiamente a acoger con júbilo al Cristo que viene a nosotros, pero no como un rey poderoso que, al mando de sus ejércitos, infunde temor por su capacidad destructiva, sino como un rey humilde y pacífico, montado sobre un pollino. Nos invita a acoger y aceptar el camino que Jesús, Mesías e Hijo de David, ha elegido para su definitiva victoria: el camino del amor, del perdón, de la entrega de la propia vida, el camino de la Cruz. Nos invita, además, a no dejarnos seducir por victorias engañosas basadas en la fuerza o el éxito social, pero también a no dejarnos abatir por aparentes derrotas que parecen amenazar el futuro de la fe y de la Iglesia, pues “si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros” (Rm 8, 31); nos invita, en suma, a hacer nuestros los mismos sentimientos de Cristo, que “no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, … hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz” (Flp 2, 5-8); a “revestirnos de las armas de Dios, para poder resistir las asechanzas del diablo, para resistir en los momentos adversos y superar todas las dificultades sin ceder terreno” (Ef 6, 11. 13).

( José María Vegas, cmf)

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