La victoria de la Cruz
El Domingo de
Ramos, la puerta de entrada en la Semana Santa, reúne dos motivos en apariencia
contradictorios: por un lado, la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén; por el
otro, el fracaso de su trágica muerte en la cruz. El triunfo y la derrota.
Mejor sería decir, el triunfo aparente, y la derrota real y sin paliativos.
Podemos preguntarnos por qué la liturgia reúne estos dos motivos, que, pese a
su cercanía temporal, no coinciden del todo. ¿Por qué anticipar al Domingo de
Ramos lo que sucederá el Viernes Santo? ¿Para qué empañar este momento de
gloria, aunque efímero, bajo la sombra del fracaso de la cruz? De hecho, hasta
el enunciado de la solemnidad puede parecer engañoso: Domingo de Ramos,
decimos, pero lo cierto es que la lectura de este episodio ocupa un lugar casi
marginal en la celebración litúrgica, en la que todo el protagonismo se lo
lleva la lectura dramatizada de la pasión.
La liturgia
concentra en sí la experiencia cristiana de siglos, y está penetrada de una
lógica profunda, que podemos ir descubriendo y comprendiendo precisamente en la
pedagogía de la repetición cíclica. No se trata de una mera compresión teórica,
sino vital: la liturgia nos va introduciendo en el misterio mismo de Cristo,
ayudándonos a hacerlo parte de nuestra vida, a “entrar” literalmente en él, a
hacernos coprotagonistas de esta historia en el mismo sentido en que lo fueron
quienes acompañaban a Jesús en los
relatos evangélicos, con sus mismas
esperanzas, alegrías y tristezas, también con sus mismas tentaciones y confusiones.
¿Qué significa,
pues, esta entrada triunfal en Jerusalén, desde el punto de vista de nuestra fe
en Cristo? En ella podemos descubrir dos significados contrapuestos, uno muy
comprensible y humano, pero que se acaba revelando falso; el segundo, muy difícil
de asumir humanamente, pero que es el que conduce a la salvación, y que la
liturgia y la Palabra hoy nos invitan a aceptar.
El primero es el
deseo, tan humano, tan presente en todos nosotros, de que Cristo venza en su
lucha contra las fuerzas del mal con un triunfo “de tejas abajo”, similar al de
los vencedores de este mundo, al de las victorias bélicas, de las conquistas
políticas, de los éxitos sociales o económicos. Se trata de un género de
victoria que implica la derrota de los que se oponen a lo que Jesús predica y
representa, que va conquistando terreno, relevancia, poder. Si la causa de
Jesús es la causa de Dios, del Bien (del Amor, la Justicia, la Paz…), ¿cómo no
desear ese triunfo real, como triunfan ciertas naciones, grupos, ideologías?
Pero la historia
atestigua lo efímeras que son estas victorias: los imperios acaban cayendo y
siendo sustituidos por otros, las ideologías envejecen rápidamente y se suceden
sin solución de continuidad, las cosas que parecen más sólidas y estables
(instituciones, ideas, sistemas culturales, etc.) acaban cediendo y sucumbiendo
ante el inexorable desgaste del tiempo. Incluso la Iglesia, si la miramos como
estructura puramente humana, conoce momentos de esplendor y de decadencia, de
expansión y de retirada: también sus “victorias de tejas abajo” acaban
resultando pasajeras. Nuestro tiempo está siendo generoso en ejemplos del
carácter efímero de estos triunfos. Hemos visto por televisión caer imperios, y
los que ahora parecen más fuertes ya sienten el aliento amenazador de otros
emergentes, no sabemos si para bien o para mal. Muchos están convencidos de que
la crisis de la fe y la pérdida de influencia y poder de la Iglesia en
numerosos países es el principio de un fin sin vuelta atrás. Hay quien lo
celebra con júbilo; otros (creyentes débiles) lo miran con temor y pesimismo; o
con proyectos de “reconquista” de diverso signo (de restauración o
revolucionarios, conservadores o progresistas, según la roma terminología al
uso). Pero todo esto es, en definitiva, consecuencia de una mala comprensión de
la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén, la que, casi seguro, animaba a los
propios discípulos de Cristo, pues creían próxima su coronación como Rey. Una
mala compresión en la que nosotros seguimos cayendo cuando buscamos sobre todo
relevancia social y poder para conformar la sociedad según nuestros valores.
Pero el triunfo
de Jesús, anticipado en su entrada triunfal en Jerusalén, la ciudad Santa,
morada de Dios (cf. Sal 86), es de otro tipo, que poco tiene que ver con las
victorias militares, políticas o sociales. Y esto es lo que explica que, tras
el relato de la entrada de Jesús en Jerusalén, al inicio de la celebración, sea
el relato de la Pasión el que ocupe el lugar central, porque es éste el que
revela la verdad de su victoria. Éste no ha triunfado cuando ha entrado en la
Jerusalén terrestre entre las aclamaciones de sus discípulos, sino justamente
en la derrota humana de su muerte en la cruz, el trono de este extraño rey, el
altar de este sacerdote, que es al mismo tiempo víctima. Por eso no podemos
leer el relato de la entrada en Jerusalén más que sobre el trasfondo de su
pasión y muerte.
No se trata
simplemente de un trágico destino: el fracaso, uno más, de lo que no pasó de
ser un bello sueño. Si fuera así sólo (es decir, sólo “de tejas abajo”), ¿en
qué sentido podríamos hablar de triunfo? ¿No sería esto una sarcástica burla?
Pero es que la muerte de Jesús es también fruto de una elección. Desde el
comienzo de su ministerio, cuando sintió la voz del tentador en el desierto,
Jesús ha rechazado expresamente el camino de los triunfos mundanos. Esa
tentación diabólica y, al tiempo, tan humana, de usar su poder y autoridad para
sacar partido, sorprender, imponerse, someter a los que se le oponen, destruir
a sus enemigos. ¿Por qué no? “Si eres Hijo de Dios… significa que puedes, usa
tu poder”. Esa era la tentación que sintieron también sus discípulos en tantos
momentos: la del poder o la violencia (cf. Mt 20, 28-21; Mc 9, 33-34; Lc 9,
51-55); la que sentimos nosotros cuando pensamos en planes de expansión de la
Iglesia que no tienen el sello del espíritu evangélico. Así le tentaron también
los que le insultaban: “si eres Hijo de Dios, baja de la cruz”. También
nosotros deseamos a veces que, ya que es Hijo de Dios, baje de la cruz y les dé
su merecido. ¿Pero a quién, y de qué manera?
Pero Jesús,
porque es el Hijo de Dios, ha vencido esa tentación en todas sus formas: ha
renunciado a vencer sobre sus enemigos, sean individuos, pueblos, grupos
sociales o religiosos, porque ha querido vencer sobre la raíz que da lugar a
todas las enemistades. No lucha contra judíos o romanos, sino contra lo que
provoca que judíos y romanos sean enemigos (y aquí, que cada uno haga su
lista). Como dice la carta a los Efesios: “nuestra lucha no es contra adversarios
de carne y hueso, sino contra los Principados, contra las Potestades, contra
los Dominadores de este mundo tenebroso, contra el Espíritu del Mal que está en
las alturas” (Ef 6, 12).
Jesús lucha
contra el pecado que anida en el corazón del hombre, y sólo puede hacerlo por
medio del bien, la virtud y el amor, que le lleva a la entrega total de la
propia vida. Por eso, su muerte, una derrota vista humanamente, se convierte en
una victoria, precisamente porque él es el Hijo de Dios: por serlo ni se aprovecha
de su poder, ni destruye a sus enemigos, ni baja de la cruz, sino que atraviesa
libremente la cortina de la muerte, de esa muerte que no es un mero episodio
biológico, sino fruto del pecado: la negación de la vida, del bien y la verdad,
la justicia y el amor. Es la muerte en Cruz su verdadero triunfo, porque por
ella ha penetrado en un santuario no fabricado por mano de hombre, y no con
sangre de novillos, menos aún con la sangre de sus enemigos, sino con su propia
sangre (cf. Hb 9, 11-14). La verdadera entrada triunfal de Jesús es la que ha
hecho, por la puerta de la Cruz, en la Jerusalén celestial, “en la que ya no
habrá muerte, ni llanto, ni gritos, ni fatigas, porque el viejo mundo ha
pasado” (Ap 21, 4), ese viejo mundo hecho de guerras, desigualdades y
enemistades, y victorias que son derrotas porque destruyen al semejante, en el
que las víctimas se reivindican frecuentemente convirtiéndose en verdugos de
nuevas víctimas.
Con su muerte en
Cruz, Jesús ha abierto para nosotros un horizonte nuevo, para que podamos ver
más allá de “tejas abajo”; es más, nos ha abierto el camino a ese santuario no
construido por mano de hombre, nos ha dado acceso, en su misma persona, a la
Jerusalén celestial. Dicho con otras palabras, nos ha dado la posibilidad de vivir
ya en este viejo mundo según las leyes del nuevo (la ley del amor), de vencer
al mal sólo a fuerza de bien, aunque eso conlleve a veces aparentes derrotas,
incluso muertes, que son victorias, como considera la Iglesia el testimonio
martirial.
La liturgia de
hoy, por medio del contraste de los dos evangelios leídos, nos invita
sabiamente a acoger con júbilo al Cristo que viene a nosotros, pero no como un
rey poderoso que, al mando de sus ejércitos, infunde temor por su capacidad
destructiva, sino como un rey humilde y pacífico, montado sobre un pollino. Nos
invita a acoger y aceptar el camino que Jesús, Mesías e Hijo de David, ha
elegido para su definitiva victoria: el camino del amor, del perdón, de la
entrega de la propia vida, el camino de la Cruz. Nos invita, además, a no
dejarnos seducir por victorias engañosas basadas en la fuerza o el éxito
social, pero también a no dejarnos abatir por aparentes derrotas que parecen
amenazar el futuro de la fe y de la Iglesia, pues “si Dios está con nosotros,
¿quién estará contra nosotros” (Rm 8, 31); nos invita, en suma, a hacer
nuestros los mismos sentimientos de Cristo, que “no hizo alarde de su categoría
de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, …
hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz” (Flp 2, 5-8); a
“revestirnos de las armas de Dios, para poder resistir las asechanzas del
diablo, para resistir en los momentos adversos y superar todas las dificultades
sin ceder terreno” (Ef 6, 11. 13).
( José María Vegas, cmf)
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