¡Aleluya, aleluya!, éste es el grito que, desde hace veinte
siglos, dicen hoy los cristianos, un grito que traspasa los siglos y cruza
continentes y fronteras. Alegría, porque Él resucitó. Alegría para los niños
que acaban de asomarse a la vida y para los ancianos que se preguntan a dónde
van sus años; alegría para los que rezan en la paz de las iglesias y para los
que cantan en las discotecas; alegría para los solitarios que consumen su vida
en el silencio y para los que gritan su gozo en la ciudad.
Como el sol se levanta sobre el mar victorioso, así Cristo
se alza encima de la muerte. Como se abren las
flores aunque nadie las vea, así
revive Cristo dentro de los que le aman. Y su resurrección es un anuncio de mil
resurrecciones: la del recién nacido que ahora recibe las aguas del bautismo,
la de los dos muchachos que sueñan el amor, la del joven que suda recolectando
el trigo, la de ese matrimonio que comienza estos días la estupenda aventura de
querer y quererse, y la de esa pareja que se ha querido tanto que ya no
necesita palabras ni promesas. Sí, resucitarán todos, incluso los que viven
hundidos en el llanto, los que ya nada esperan porque lo han visto todo, los
que viven envueltos en violencia y odio y los que de la muerte hicieron un
oficio sonriente y normal.
No lloréis a los muertos como los que no creen. Quienes
viven en Cristo arderán como un fuego que no se extingue nunca. Tomad vuestras
guitarras y cantad y alegraos. Acercaos al pan que en el altar anuncia el
banquete infinito, a este pan que es promesa de una vida más larga, a este pan
que os anuncia una vida más honda. El que resucitó volverá a recogeros, nos
llevará en sus hombros como un padre querido como una madre tierna que no deja
a los suyos. Recordad, recordadlo: no os han dejado solos en un mundo sin
rumbo. Hay un sol en el cielo y hay un sol en las almas. Aleluya, aleluya.
José Luis Martín
Descalzo
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