Queridos hermanos
y hermanas, ¡buenos días!
Hoy concluimos el
ciclo de catequesis sobre los Sacramentos hablando del Matrimonio. Este
Sacramento nos conduce al corazón del designio de Dios, que es un designio de
alianza con su pueblo, con todos nosotros, un designio de comunión. Al inicio
del libro del Génesis, el primer libro de la Biblia, como coronación del relato
de la creación, se dice: “Dios creó el hombre a su imagen; lo creó a imagen de
Dios, los creó varón y mujer… Por eso el hombre deja a su padre y a su madre y se
une a su mujer y los dos llegan a ser una sola carne”. (Gen 1,27; 2,24). La
imagen de Dios es la pareja matrimonial, el hombre y la mujer, los dos. No
solamente el varón, el hombre, no sólo la mujer, no, los dos. Y ésta es la
imagen de Dios: es el amor, la alianza de Dios con nosotros está allí, está
representada en aquella alianza entre el hombre y la mujer. Y esto es muy
bello, es muy bello. Somos creados para amar, como reflejo de Dios y de su
amor. Y en la unión conyugal el hombre y la mujer realizan esta vocación en el
signo de la reciprocidad y de la comunión de vida plena y definitiva.
1. Cuando un
hombre y una mujer celebran el sacramento del Matrimonio, Dios, por así decir,
se “refleja” en ellos, imprime en ellos los propios lineamientos y el carácter
indeleble de su amor. Un matrimonio es la imagen del amor de Dios con nosotros,
es muy bello. También Dios, en efecto, es comunión: las tres
Personas del
Padre, el Hijo y del Espíritu Santo viven desde siempre y para siempre en
unidad perfecta. Y es justamente éste el misterio del Matrimonio: Dios hace de
los dos esposos un sola existencia. Y la Biblia es fuerte, dice “una sola
carne”, ¡así intima es la unión del hombre y de la mujer en el matrimonio! Y es
justamente este el misterio del matrimonio. Es el amor de Dios que se refleja
en el matrimonio, en la pareja que decide vivir juntos y por esto el hombre
deja su casa, la casa de sus padres, y va a vivir con su mujer y se une tan
fuertemente a ella que se transforman, dice la Biblia, en una sola carne. No
son dos, es uno.
2. San Pablo, en
la Carta a los Efesios, pone de relieve que en los esposos cristianos se
refleja un misterio “grande”: la relación establecida por Cristo con la
Iglesia, una relación nupcial (cf. Ef 5 0,21-33). La Iglesia es la esposa de
Cristo: esta relación. Esto significa que el matrimonio responde a una vocación
específica y debe ser considerado como una consagración (cf. Gaudium et spes,
48; Familiaris consortio, 56). Es una consagración. El hombre y la mujer están
consagrados por su amor, por amor. Los cónyuges, de hecho, por la fuerza del
Sacramento, están investidos por una verdadera y propia misión, de modo que
puedan hacer visible, a partir de las cosas simples, comunes, el amor con que
Cristo ama a su Iglesia y continúa dando la vida por ella, en la fidelidad y en
el servicio.
3. ¡Realmente es
un designio maravilloso aquel que es inherente en el sacramento del Matrimonio!
Y se lleva a cabo en la simplicidad y también la fragilidad de la condición
humana. Sabemos muy bien cuántas dificultades y pruebas conoce la vida de dos
esposos… Lo importante es mantener vivo el vínculo con Dios, que es la base del
vínculo matrimonial.
El verdadero
vínculo es siempre con el Señor. Cuando la familia reza, el vínculo se
mantiene. Cuando el esposo reza por la esposa y la esposa reza por el esposo
ese vínculo se hace fuerte. Uno reza con el otro. Es verdad que en la vida
matrimonial hay tantas dificultades, ¿tantas no? Que el trabajo, que el sueldo
no alcanza, los chicos tienen problemas, tantas dificultades. Y tantas veces el
marido y la mujer se ponen un poco nerviosos y pelean entre ellos, ¿o no?
Pelean, ¿eh? ¡Siempre! Siempre es así: ¡siempre se pelea, eh, en el matrimonio!
Pero también, algunas veces, vuelan los platos ¿eh? Ustedes se ríen, ¿eh? pero
es la verdad. Pero no nos tenemos que entristecer por esto. La condición humana
es así. El secreto es que el amor es más fuerte que el momento en el que se
pelea. Y por esto yo aconsejo a los esposos siempre que no terminen el día en
el que han peleado sin hacer la paz. ¡Siempre! Y para hacer la paz no es
necesario llamar a las Naciones Unidas para que vengan a casa a hacer las
paces. Es suficiente un pequeño gesto, una caricia: ¡Chau y hasta mañana! Y
mañana se empieza de nuevo. Esta es la vida, llevarla adelante así, llevarla
adelante con el coraje de querer vivirla juntos. Y esto es grande, es bello
¿eh?
Es una cosa
bellísima la vida matrimonial y tenemos que custodiarla siempre, custodiar a
los hijos. Algunas veces yo he dicho aquí que una cosa que ayuda tanto en la
vida matrimonial son tres palabras. No sé si ustedes recuerdan las tres
palabras. Tres palabras que se deben decir siempre, tres palabras que tienen
que estar en casa: “permiso, gracias, disculpa”. Las tres palabras mágicas, ¿eh?
Permiso, para no ser invasivo en la vida de los conyugues. ”Permiso, pero, ¿qué
te parece, eh?” Permiso, me permito ¿eh?
¡Gracias!
Agradecer al conyugue: “pero, gracias por aquello que hiciste por mí, gracias
por esto”. La belleza de dar las gracias. Y como todos nosotros nos
equivocamos, aquella otra palabra que es difícil de decir, pero que es
necesario decirla: perdona, por favor, ¿eh? ¡Disculpa! ¿Cómo era? Permiso,
gracias y disculpa. Repitámoslo juntos. Permiso, gracias y disculpa. Con estas
tres palabras, con la oración del esposo por la esposa y de la esposa por el
esposo y con hacer la paz siempre, antes de que termine el día, el matrimonio
irá adelante. Las tres palabras mágicas, la oración y hacer la paz siempre. El
Señor los bendiga y recen por mí. ¡Gracias!
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