Hoy reflexionamos sobre una cualidad característica de la
vida familiar que se aprende desde los primeros años de vida: la convivialidad,
es decir, la actitud de compartir los bienes de la vida y a estar felices de
poder hacerlo. Pero compartir, saber compartir es una virtud preciosa. Su
símbolo, su “icono”, es la familia reunida en torno a la mesa doméstica. El
compartir la comida --y por tanto, además de la comida también los afectos, las
historias, los eventos…-- es una experiencia fundamental. Cuando hay una
fiesta, un cumpleaños, un aniversario, nos reunimos en torno a la mesa. El
algunas culturas es costumbre hacerlo también para el luto, para estar cerca de
quien vive el dolor por la pérdida de un familiar.
La convivialidad es un termómetro seguro para medir la salud
de las relaciones: si en familia hay algo que no va bien o alguna
herida escondida, en la mesa se entiende todo. Una familia que no come casi
nunca junta, o en cuya mesa no se habla si no que se ve la televisión, o
el smartphone, es una familia “poco familia”. Cuando los hijos en
la mesa están pegados a la computadora, al celular y no se
escuchan entre ellos esto
no es familia, es una pensión.
El Cristianismo tiene una especial vocación a la
convivialidad, todos lo saben. El Señor Jesús enseñaba con gusto en la mesa, y
presentaba algunas veces el reino de Dios como un banquete festivo. Jesús
escogió la mesa también para entregar a sus discípulos su testamento
espiritual, condensado en el gesto memorial de su Sacrificio: donación de su
Cuerpo y de su Sangre como alimento y bebida de salvación, que nutren el amor
verdadero y duradero.
En esta perspectiva, podemos decir que la familia es “de
casa” a la misa, porque a la eucaristía lleva la propia experiencia de
convivencia y la abre a la gracia de una convivialidad universal, del amor de
Dios por el mundo. Participando en la eucaristía, la familia es purificada de
la tentación de cerrarse en sí misma, fortalecida en el amor y en la fidelidad,
y ensancha los confines de su propia fraternidad según el corazón de Cristo.
En nuestro tiempo, marcado por tantos cierres y demasiados
muros, la convivialidad, generada por la familia y dilatada en la eucaristía,
se convierte en una oportunidad crucial. La eucaristía y la familia que se
nutren de ella pueden vencer los cierres y construir puentes de acogida y de
caridad. Sí, la eucaristía de una Iglesia de familias, capaces de restituir a
la comunidad la levadura activa de la convivialidad y de hospitalidad
recíproca, es una escuela de inclusión humana que no teme confrontaciones. No
existen pequeños, huérfanos, débiles, indefensos, heridos y desilusionados,
desesperados y abandonados, que la convivialidad eucarística de las familias no
pueda nutrir, restaurar, proteger y hospedar.
La memoria de las virtudes familiares nos ayuda a entender.
Nosotros mismos hemos conocido, y todavía conocemos, qué milagros pueden
suceder cuando una madre tiene una mirada de atención, servicio y cuidado por
los hijos ajenos, además que a los propios. ¡Hasta ayer, bastaba una mamá para
todos los niños del patio! Y además sabemos bien qué fuerza adquiere un pueblo
cuyos padres están preparados para movilizarse para proteger a sus hijos de
todos, porque consideran a los hijos un bien indivisible, que están felices y
orgullosos de proteger.
Hoy, muchos contextos sociales ponen obstáculos a la
convivialidad familiar. Es verdad, hoy no es fácil. Debemos encontrar la forma
de recuperarla. En la mesa se habla. En la mesa se escucha. Nada silencio. Ese
silencio que no es silencio de las monjas. Es el silencio del egoísmo. Cada uno
a lo suyo, o a la televisión, o la compu y no se habla. Nada de silencio.
Recuperar esa convivialidad familiar, aun adaptándola a los tiempos.
La convivialidad parece que se ha convertido en una cosa que
se compra y se vende, pero así es otra cosa. Y la nutrición no es siempre el
símbolo de un justo compartir de los bienes, capaz de alcanzar a quien no tiene
ni pan ni afectos. En los países ricos somos impulsados a gastar en una
nutrición excesiva, y luego gastamos de nuevo para remediar el exceso. Y
este “negocio” insensato desvía nuestra atención del hambre verdadera, del
cuerpo y del alma. Cuando no hay convivialidad hay egoísmo. Cada uno piensa en
sí mismo. Es tanto así que la publicidad la ha reducido a un deseo de galletas
y dulces. Mientras tanto, muchos hermanos y hermanas se quedan fuera de la
mesa. ¡Es una vergüenza!
Miremos el misterio del banquete eucarístico. El Señor
entrega su Cuerpo y derrama su Sangre por todos. Realmente no existe división
que pueda resistir a este Sacrificio de comunión; solo la actitud de falsedad,
de complicidad con el mal puede excluir de ello. Cualquier otra distancia no
puede resistir al poder indefenso de este pan partido y de este vino derramado,
sacramento del único Cuerpo del Señor. La alianza viva y vital de las familias
cristianas, que precede, sostiene y abraza en el dinamismo de su hospitalidad
las fatigas y las alegrías cotidianas, coopera con la gracia de la eucaristía,
que es capaz de crear comunión siempre nueva con la fuerza que incluye y que
salva.
La familia cristiana mostrará precisamente así la amplitud
de su verdadero horizonte, que es el horizonte de la Iglesia Madre de todos los
hombres, de todos los abandonados y los excluidos, en todos los pueblos. Oremos
para que esta convivialidad familiar pueda crecer y madurar en el tiempo de
gracia del próximo Jubileo de la Misericordia".
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