Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Quisiera hoy aludir brevemente a otra imagen que nos ayuda a
ilustrar el misterio de la Iglesia: el templo (cf.
Conc. Ecum. Vat. II, const.
dogm. Lumen gentium, 6).
¿A qué pensamiento nos remite la palabra templo? Nos hace
pensar en un edificio, en una construcción. De manera particular, la mente de
muchos se dirige a la historia del Pueblo de Israel narrada en el Antiguo
Testamento. En Jerusalén, el gran Templo de Salomón era el lugar del encuentro
con Dios en la oración; en el interior del Templo estaba el Arca de la alianza,
signo de la presencia de Dios en medio del pueblo; y en el Arca se encontraban
las Tablas de la Ley, el maná y la vara de Aarón: un recuerdo del hecho de que
Dios había estado siempre dentro de la historia de su pueblo, había acompañado
su camino, había guiado sus pasos. El templo recuerda esta historia: también
nosotros, cuando vamos al templo, debemos recordar esta historia, cada uno de
nosotros nuestra historia, cómo me encontró Jesús, cómo Jesús caminó conmigo,
cómo Jesús me ama y me bendice.
Lo que estaba prefigurado en el antiguo Templo, está
realizado, por el poder del Espíritu Santo, en la Iglesia: la Iglesia es la
«casa de Dios», el lugar de su presencia, donde podemos hallar y encontrar al
Señor; la Iglesia es el Templo en el que habita el Espíritu Santo que la anima,
la guía y la sostiene. Si nos preguntamos: ¿dónde podemos encontrar a Dios?
¿Dónde podemos entrar en comunión con Él a través de Cristo? ¿Dónde podemos
encontrar la luz del Espíritu Santo que ilumine nuestra vida? La respuesta es:
en el pueblo de Dios, entre nosotros, que somos Iglesia. Aquí encontraremos a
Jesús, al Espíritu Santo y al Padre.
El antiguo Templo estaba edificado por las manos de los
hombres: se quería «dar una casa» a Dios para tener un signo visible de su
presencia en medio del pueblo. Con la Encarnación del Hijo de Dios, se cumple
la profecía de Natán al rey David (cf. 2 Sam 7, 1-29): no es el rey, no somos
nosotros quienes «damos una
casa a Dios», sino que es Dios mismo quien
«construye su casa» para venir a habitar entre nosotros, como escribe san Juan
en su Evangelio (cf. 1, 14). Cristo es el Templo viviente del Padre, y Cristo
mismo edifica su «casa espiritual», la Iglesia, hecha no de piedras materiales,
sino de «piedras vivientes», que somos nosotros. El Apóstol Pablo dice a los
cristianos de Éfeso: «Estáis edificados sobre el cimiento de los apóstoles y
profetas, y el mismo Cristo Jesús es la piedra angular. Por Él todo el edificio
queda ensamblado, y se va levantado hasta formar un templo consagrado al Señor.
Por Él también vosotros entráis con ellos en la construcción, para ser morada
de Dios, por el Espíritu» (Ef 2, 20-22). ¡Esto es algo bello! Nosotros somos
las piedras vivas del edificio de Dios, unidas profundamente a Cristo, que es
la piedra de sustentación, y también de sustentación entre nosotros. ¿Qué
quiere decir esto? Quiere decir que el templo somos nosotros, nosotros somos la
Iglesia viviente, el templo viviente, y cuando estamos juntos entre nosotros
está también el Espíritu Santo, que nos ayuda a crecer como Iglesia. Nosotros
no estamos aislados, sino que somos pueblo de Dios: ¡ésta es la Iglesia!
Y es el Espíritu Santo, con sus dones, quien traza la
variedad. Esto es importante: ¿qué hace el Espíritu Santo entre nosotros? Él
traza la variedad que es la riqueza en la Iglesia y une todo y a todos, de
forma que se construya un templo espiritual, en el que no ofrecemos sacrificios
materiales, sino a nosotros mismos, nuestra vida (cf. 1 P 2, 4-5). La Iglesia
no es un entramado de cosas y de intereses, sino que es el Templo del Espíritu
Santo, el Templo en el que Dios actúa, el Templo del Espíritu Santo, el Templo
en el que Dios actúa, el Templo en el que cada uno de nosotros, con el don del
Bautismo, es piedra viva. Esto nos dice que nadie es inútil en la Iglesia, y si
alguien dice a veces a otro: «Vete a casa, eres inútil», esto no es verdad,
porque nadie es inútil en la Iglesia, ¡todos somos necesarios para construir
este Templo! Nadie es secundario. Nadie es el más importante en la Iglesia;
todos somos iguales a los ojos de Dios. Alguno de vosotros podría decir: «Oiga,
señor Papa, usted no es igual a nosotros». Sí: soy como uno de vosotros, todos
somos iguales, ¡somos hermanos! Nadie es anónimo: todos formamos y construimos
la Iglesia. Esto nos invita también a reflexionar sobre el hecho de que si
falta la piedra de nuestra vida cristiana, falta algo a la belleza de la
Iglesia. Hay quienes dicen: «Yo no tengo que ver con la Iglesia», pero así se
cae la piedra de una vida en este bello Templo. De él nadie puede irse, todos
debemos llevar a la Iglesia nuestra vida, nuestro corazón, nuestro amor,
nuestro pensamiento, nuestro trabajo: todos juntos.
Desearía entonces que nos preguntáramos: ¿cómo vivimos
nuestro ser Iglesia? ¿Somos piedras vivas o somos, por así decirlo, piedras
cansadas, aburridas, indiferentes? ¿Habéis visto qué feo es ver a un cristiano
cansado, aburrido, indiferente? Un cristiano así no funciona; el cristiano debe
ser vivo, alegre de ser cristiano; debe vivir esta belleza de formar parte del
pueblo de Dios que es la Iglesia. ¿Nos abrimos nosotros a la acción del
Espíritu Santo para ser parte activa en nuestras comunidades o nos cerramos en
nosotros mismos, diciendo: «tengo mucho que hacer, no es tarea mía»?
Que el Señor nos dé a todos su gracia, su fuerza, para que
podamos estar profundamente unidos a Cristo, que es la piedra angular, el
pilar, la piedra de sustentación de nuestra vida y de toda la vida de la
Iglesia. Oremos para que, animados por su Espíritu, seamos siempre piedras
vivas de su Iglesia.
Saludos
Saludo a los peregrinos de lengua española, en particular a
los grupos provenientes de España, Argentina, Bolivia, Colombia, México y los
demás países latinoamericanos. Pidamos al Señor que, animados por su Espíritu,
seamos siempre piedras vivas de su Iglesia. Muchas gracias. (Fuente: news.va)
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