Al honrar hoy a todos los santos, la Iglesia en verdad alaba
la bondad de Dios que les concedió el torrente de su gracia y, al invocarlos,
su clamor no se detiene en un intercesor milagroso, sino que llega hasta el
mismo Cristo, a quien estos bienaventurados están ligados íntimamente en la
unidad de su Cuerpo Místico. Nosotros también los amamos y veneramos porque la
plenitud de la vida de Cristo se manifiesta en ellos. La gloria de Cristo
brilla en ellos y mueve nuestros corazones para seguirlos e imitarlos en su
lucha por el bien. Santos son los hombres y mujeres por donde pasa la luz;
seres transparentes, espejos de la luz de Dios que se purifican constantemente
para captarla mejor y reflejarla mas perfectamente; son los grandes amigos de
Dios.
Santidad es gracia, pero santidad también incluye
cooperación humana valiente, máximo esfuerzo y heroísmo
sin par, pues la gracia
no anula la naturaleza ni las consecuencias del pecado original.
Por eso el rostro de todo santo ostenta las huellas de la
lucha y del sufrimiento. Ningún ángel les apartó las piedras del camino. Cada
uno de ellos soportó, con dificultades, la maldición de Adán; cada uno tenía
sus tareas y problemas especiales, ninguno se ganó el premio sin haber cargado
con su cruz. No fueron fugitivos del mundo, como los pinta la opinión común.
Aun retirados en la soledad del desierto o la paz del convento, las tentaciones
los acompañaron; pero ellos lograron vencerlas. Muchos cayeron y volvieron a
levantarse y destacaron por su penitencia; otros se distinguieron por la
inocencia de su corazón.
La Iglesia no conoce a todos sus hijos e hijas de virtud
heroica y sólo eleva a algunos al honor de los altares. Muchos de aquéllos
sobre cuyas tumbas prendemos en este día las velas del recuerdo devoto, ya
fueron aceptados por Dios en su gloria y siguen al Cordero a donde quiera que
vaya. Nadie conoce sus nombres; tal vez en la tierra fueron insignificantes y
despreciados; entregados a la voluntad de Dios, sufrieron el martirio de las
obligaciones de todos lo días.
También a esos santos anónimos se honra en la fiesta de este
día. Les rogamos que intercedan por nosotros para que sigamos valientemente sus
pasos y que nos ayuden a escalar un grado más de fe, de esperanza y de caridad.
No busquemos milagros y visiones; meditemos sobre la base original de su virtud
y la unidad interna de su vida.
San Agustín, el hijo descarriado y más tarde santo, nos lo
interpreta: "aunque todos se armen con la señal de la cruz; aunque todos
digan "amén" y canten el aleluya; aunque todos se bauticen, visiten
iglesias y construyan catedrales, los hijos de Dios y los hijos del diablo solo
se diferencian por el amor".
(Fuente: mercaba.org)
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