La cuaresma es un tiempo propicio para practicar el ayuno
y la penitencia (“Haz penitencia y te daré la salvación”, Ez 21-23) porque
aunque son prácticas que parecen antiguas, nunca han quedado en el cajón de los
recuerdos. Ambas nos sirven como preparación espiritual para llegar a la Pascua
con un corazón renovado y dispuesto.
Se trata de mirar dentro, en el corazón, donde surgen las
más profundas intenciones (Mc 7, 21-23) y hacer un gran esfuerzo por dar un
giro en nuestra vida, un cambio. Para ello es necesario esforzarnos por hacer
que nuestra voluntad no nos domine, sino que por el contrario, nosotros
ejerzamos nuestro dominio sobre ella, una manera simple es la de privarnos de
comer aquello que nos
gusta (esto es penitencia pero también ayuno), pero una
más profunda es aquella con la que nos obligamos a ayunar de malas acciones que
realizamos (chismes, críticas, quejas, negatividad, etc) todo para crecer en
gracia y santidad.
Si cada uno de nosotros hiciera lo posible por cambiar
cada día un poquito de estas malas inclinaciones que muchas veces consentimos, qué
diferente sería nuestra próxima Pascua.
Un bien fraterno
El ayuno y penitencia no sólo se hacen buscando el bien
personal, sino también buscando el bien de nuestros hermanos. La Virgen María
en sus apariciones de Fátima y Lourdes ha pedido que se haga sacrificios por la
conversión del mundo, y para evitar desastres, guerras, incluso que se pierdan
las almas, como ella misma lo dice a los pastorcitos en Fátima el día 13 de
julio de 1917.
Con el ayuno también nos hacemos solidarios con los más
pobres, ya que un modo concreto sería acercar a las flias necesitadas esos
alimentos de los que nos privamos para que ellos hagan uso de los mismos.
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