“Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Desde hace algunas semanas el Apóstol Pablo nos está
ayudando a comprender mejor en que cosa consiste la esperanza cristiana. Y
hemos dicho que no era un optimismo, no: era otra cosa. Y el Apóstol nos ayuda
a entender que cosa es esto. Hoy lo hace uniéndola a dos actitudes aún más
importantes para nuestra vida y nuestra experiencia de fe: la ‘perseverancia’ y
la ‘consolación’. En el pasaje de la Carta a los Romanos que hemos apenas
escuchado son citados dos veces: la primera en relación a las Escrituras y
luego a Dios mismo. ¿Cuál es su significado más profundo, más verdadero? Y ¿En
qué modo iluminan la realidad de la esperanza? Estas dos actitudes: la
perseverancia y la consolación.
La perseverancia podríamos definirla también como paciencia:
es la capacidad de soportar, llevar sobre los hombros, soportar, de permanecer
fieles, incluso cuando el peso parece hacerse demasiado grande, insostenible, y
estamos tentados de juzgar negativamente y de abandonar todo y a todos. La
consolación, en cambio, es la gracia de saber acoger y mostrar en toda
situación, incluso en aquellas marcadas por la desilusión y el sufrimiento, la
presencia y la acción compasiva de Dios. Ahora, San Pablo nos recuerda que la
perseverancia y la consolación nos son transmitidas de modo particular por las
Escrituras (v. 4), es decir, por la Biblia. De hecho, la Palabra de Dios, en
primer lugar, nos lleva a dirigir la mirada a Jesús, a conocerlo mejor y a
conformarnos a Él, a asemejarnos siempre más a Él. En segundo lugar, la Palabra
nos revela que el Señor es de verdad ‘el Dios de la constancia y del consuelo’,
que permanece siempre fiel a su amor por nosotros, es decir, que es
perseverante en el amor con nosotros, no se cansa de amarnos, ¡no!, es
perseverante: ¡siempre nos ama!, y también se preocupa por nosotros, curando
nuestras heridas con la caricia de su bondad y de su misericordia, es decir,
nos consuela. Tampoco, se cansa de consolarnos.
En esta perspectiva, se comprende también la afirmación
inicial del Apóstol: ‘Nosotros, los que somos fuertes, debemos sobrellevar las
flaquezas de los débiles y no complacernos a nosotros mismos’. ’Esta expresión
«nosotros, los que somos fuertes’ podría parecer arrogante, pero en la lógica
del Evangelio sabemos que no es así, es más, es justamente lo contrario porque
nuestra fuerza no viene de nosotros, sino del Señor.
Quien experimenta en su propia vida el amor fiel de Dios
y su consolación está en grado, es más, en el deber de estar cerca de los
hermanos más débiles y hacerse cargo de sus fragilidades. Si nosotros estamos
cerca al Señor, tendremos esta fortaleza para estar cerca a los más débiles, a
los más necesitados y consolarlos y darles fuerza. Esto es lo que significa.
Esto nosotros podemos hacerlo sin auto-complacencia, sino
sintiéndose simplemente como un canal que transmite los dones del Señor; y así
se convierte concretamente en un sembrador de esperanza. Es esto lo que el
Señor nos pide a nosotros, con esa fortaleza y esa capacidad de consolar y ser
sembradores de esperanza. Y hoy, se necesita sembrar esperanza, ¿Verdad? No es
fácil.
El fruto de este estilo de vida no es una comunidad en la
cual algunos son de ‘serie A’, es decir, los fuertes, y otros de ‘serie B’, es
decir, los débiles. El fruto en cambio es, como dice Pablo, “tener los mismos
sentimientos unos hacia otros a ejemplo de Cristo Jesús”. La Palabra de Dios
alimenta una esperanza que se traduce concretamente en el compartir, en el
servicio recíproco.
Porque incluso quien es ‘fuerte’ se encuentra antes o después
con la experiencia de la fragilidad y de la necesidad de la consolación de los
demás; y viceversa en la debilidad se puede siempre ofrecer una sonrisa o una
mano al hermano en dificultad. Y así se vuelve una comunidad que “con un solo
corazón y una sola voz, glorifica a Dios”.
Pero todo esto es posible si se pone al centro a Cristo,
su Palabra, porque Él es el ‘fuerte’, Él es quien nos da la fortaleza, quien
nos da la paciencia, quien nos da la esperanza, quien nos da la consolación. Él
es el ‘hermano fuerte’ que cuida de cada uno de nosotros: todos de hecho
tenemos necesidad de ser llevados en los hombros del Buen Pastor y de sentirnos
acogidos en su mirada tierna y solícita.
Queridos amigos, jamás agradeceremos suficientemente a
Dios por el don de su Palabra, que se hace presente en las Escrituras. Es allí
que el Padre de nuestro Señor Jesucristo se revela como ‘Dios de la
perseverancia y de la consolación’.
Y es ahí que nos hacemos conscientes de como nuestra
esperanza no se funda en nuestras capacidades y en nuestras fuerzas, sino en el
fundamento de Dios y en la fidelidad de su amor, es decir, en la fuerza de Dios
y en la consolación de Dios. Gracias”.
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