Solemnidad de la Inmaculada Concepción 2015. Plaza de San
Pedro (Ciudad del Vaticano)
Hermanos y hermanas,
En breve tendré la alegría de abrir la Puerta Santa de la
Misericordia. Cumplimos este gesto tan sencillo como fuertemente simbólico, a
la luz de la Palabra de Dios que hemos escuchado, y que pone en primer plano el
primado de la gracia. En efecto, lo que se repite más veces en estas lecturas
evoca aquella expresión que el ángel Gabriel dirigió a una joven muchacha,
sorprendida y turbada, indicando el misterio que la envolvería: “Alégrate,
llena de gracia” (Lc 1,28).
La Virgen María es llamada en primer lugar a regocijarse
por todo lo que el Señor ha hecho en ella. La gracia de Dios la ha envuelto,
haciéndola digna de convertirse en la madre de Cristo. Cuando Gabriel entra en
su casa, hasta el misterio más profundo, que va más allá de la capacidad de la
razón, se convierte para ella un motivo de alegría, de fe y de abandono a la
palabra que se revela. La plenitud de la gracia puede transformar el corazón, y
lo hace capaz de realizar un acto tan grande que puede cambiar la historia de
la humanidad.
La fiesta de la Inmaculada Concepción expresa la grandeza
del amor Dios. Él no es sólo quien
perdona el pecado, sino que en María llega a
prevenir la culpa original que todo hombre lleva en sí cuando viene a este
mundo. Es el amor de Dios el que previene, anticipa y salva. El inicio de la
historia del pecado en el Jardín del Edén se resuelve en el proyecto de un amor
que salva. Las palabras del Génesis llevan a la experiencia cotidiana que
descubrimos en nuestra existencia personal.
Siempre existe la tentación de la desobediencia, que se
expresa en el deseo de organizar nuestra vida independientemente de la voluntad
de Dios. Es esta la enemistad que insidia continuamente la vida de los hombres
para oponerlos al diseño de Dios. Y, sin embargo, la historia del pecado
solamente se puede comprender a la luz del amor que perdona. Si todo quedase
relegado al pecado, seríamos los más desesperados entre las criaturas, mientras
que la promesa de la victoria del amor de Cristo integra todo en la
misericordia del Padre. La palabra de Dios que hemos escuchado no deja lugar a
dudas a este propósito. La Virgen Inmaculada es ante nosotros testigo
privilegiada de esta promesa y de su cumplimiento.
Este Año Santo Extraordinario es también un don de
gracia. Entrar por la puerta significa descubrir la profundidad de la
misericordia del Padre que acoge a todos y sale personalmente al encuentro de
cada uno. Será un año para crecer en la convicción de la misericordia. Cuánta
ofensa se le hace a Dios y a su gracia cuando se afirma sobre todo que los
pecados son castigados por su juicio, en vez de anteponer que son perdonados
por su misericordia (cf. san Agustín, De praedestinatione sanctorum 12, 24) Sí,
es precisamente así.
Debemos anteponer la misericordia al juicio y, en todo
caso, el juicio de Dios será siempre a la luz de su misericordia. Atravesar la
Puerta Santa, por lo tanto, nos hace sentir partícipes de este misterio de
amor. Abandonemos toda forma de miedo y temor, porque no es propio de quien es
amado; vivamos, más bien, la alegría del encuentro con la gracia que lo
transforma todo.
Hoy cruzando la Puerta Santa queremos también recordar
otra puerta que, hace cincuenta años, los Padres del Concilio Vaticano II
abrieron hacia el mundo. Esta fecha no puede ser recordada sólo por la riqueza
de los documentos producidos, que hasta el día de hoy permiten verificar el
gran progreso realizado en la fe. En primer lugar, sin embargo, el Concilio fue
un encuentro. Un verdadero encuentro entre la Iglesia y los hombres de nuestro
tiempo.
Un encuentro marcado por el poder del Espíritu que
empujaba a la Iglesia a salir de los escollos que durante muchos años la habían
recluido en sí misma, para retomar con entusiasmo el camino misionero. Era un
volver a tomar el camino para ir al encuentro de cada hombre allí donde vive:
en su ciudad, en su casa, en el trabajo…; dondequiera que haya una persona,
allí está llamada la Iglesia a ir para llevar la alegría del Evangelio. Un
impulso misionero, por lo tanto, que después de estas décadas seguimos retomando
con la misma fuerza y el mismo entusiasmo.
El jubileo nos provoca esta apertura y nos obliga a no
descuidar el espíritu surgido en el Vaticano II, el del samaritano, como
recordó el beato Pablo VI en la Conclusión del concilio. Cruzar hoy la Puerta Santa
nos compromete a hacer nuestra la misericordia del Buen Samaritano.
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