Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El domingo pasado hemos hecho memoria del ingreso de
Jesús en Jerusalén, entre las aclamaciones festivas de los discípulos y de
mucha gente. Esa gente ponía en Jesús muchas esperanzas: muchos esperaban de Él
milagros y grandes signos, manifestaciones de poder e incluso la liberación de
los enemigos dominantes. ¿Quién de ellos habría imaginado que dentro de poco
Jesús habría sido en cambio humillado, condenado y asesinado en la cruz? Las
esperanzas terrenas de esa gente se derrumbaron delante de la cruz. Pero
nosotros creemos que justamente en el Crucificado nuestra esperanza ha
renacido. Las esperanzas terrenas caen ante la cruz, pero renacen esperanzas
nuevas, aquellas esperanzas que duran por siempre. Es una esperanza diversa
esta que nace de la cruz. Es una esperanza diversa de aquellas que se
derrumban, de aquellas del mundo. Pero ¿De qué esperanza se trata, esta
esperanza que nace de la cruz?
Nos puede ayudar a entenderlo lo que dice Jesús
justamente después de haber entrado a Jerusalén: «Les aseguro que si el grano
de trigo que cae en la tierra no muere, queda solo; pero si muere, da
mucho
fruto» (Jn 12,24). Tratemos de pensar en un grano o en una pequeña semilla, que
cae en el terreno. Si permanece cerrado en sí mismo, no sucede nada; si en
cambio se fracciona, se abre, entonces da vida a una espiga, a un retoño, y
después a una planta y una planta que dará fruto.
Jesús ha traído al mundo una esperanza nueva y lo ha
hecho a la manera de la semilla: se ha hecho pequeño, pequeño, pequeño como un
grano de trigo; ha dejado su gloria celestial para venir entre nosotros: ha
“caído en la tierra”. Pero todavía no era suficiente. Para dar fruto, Jesús ha
vivido el amor hasta el extremo, dejándose fragmentar por la muerte como una
semilla se deja fragmentar bajo la tierra. Justamente ahí, en el punto extremo
de su anonadamiento – que es también el punto más alto del amor – ha germinado
la esperanza.
Si alguno de ustedes me pregunta: ¿Cómo nace la
esperanza? Yo respondo: “De la cruz. Mira la cruz, mira al Cristo Crucificado y
de ahí te llegara la esperanza que no desaparece jamás, aquella que dura hasta
la vida eterna. Y esta esperanza ha germinado justamente por la fuerza del
amor: porque el amor que «todo lo espera, todo lo soporta» (1 Cor 13,7), el
amor que es la vida de Dios ha renovado todo lo que ha alcanzado.
Así, en la Pascua, Jesús ha transformado, tomándolo en
sí, nuestro pecado en perdón. Pero escuchen bien como es la transformación que
hace la Pascua: Jesús ha transformado nuestro pecado en perdón, nuestra muerte
en resurrección, nuestro miedo en confianza. Es por esto, que en la cruz, ha
nacido y renace siempre nuestra esperanza; es por esto que con Jesús toda
nuestra oscuridad puede ser transformada en luz, toda derrota en victoria, toda
desilusión en esperanza. Toda: sí, toda. La esperanza supera todo, porque nace
del amor de Jesús que se ha hecho como el grano de trigo caído en la tierra y
ha muerto para dar vida y de esa vida llena de amor viene la esperanza.
Cuando elegimos la esperanza de Jesús, poco a poco
descubrimos que el modo de vivir vencedor es aquel de la semilla, aquel del
amor humilde. No hay otra vía para vencer el mal y dar esperanza al mundo. Pero
ustedes pueden decirme: “No, es una lógica equivocada”. Parecería así, que es
una lógica frustrada, porque quien ama pierde poder. ¿Han pensado en esto?
Quien ama pierde poder, quien dona, se despoja de algo y amar es un don. En
realidad la lógica de la semilla que muere, del amor humilde, es la vía de
Dios, y sólo esta da fruto.
Lo vemos también en nosotros: poseer impulsa siempre a
querer algo más: he obtenido una cosa para mí y enseguida quiero otra más
grande, y así, no estoy jamás satisfecho. Es una sed terrible, ¿eh? Cuanto más
tengo, más quiero. Es feo. Quien es ávido no se sacia jamás. Y Jesús lo dice de
modo claro: «El que ama su vida, la perderá» (Jn 12,25). Tú eres codicioso,
amas tener tantas cosas, pero perderás todo, también la vida, es decir: quien
ama lo propio y vive por sus intereses se hincha sólo de sí y pierde.
En cambio, quien acepta, es disponible y sirve, vive
según el modo de Dios: entonces es vencedor, salva a sí mismo y a los demás; se
convierte en semilla de esperanza para el mundo. Pero es bello ayudar a los
demás, servir a los demás. Tal vez, nos cansaremos, ¿eh? La vida es así, pero
el corazón se llena de alegría y de esperanza. Y esto es el amor y la esperanza
juntos: servir, dar.
Claro, este amor verdadero pasa a través de la cruz, el
sacrificio, como para Jesús. La cruz es el paso obligatorio, pero no es la meta,
es un paso: la meta es la gloria, como nos muestra la Pascua. Y aquí nos ayuda
otra imagen bellísima, que Jesús ha dejado a los discípulos durante la Última
Cena. Dice: «La mujer, cuando va a dar a luz, siente angustia porque le llegó
la hora; pero cuando nace el niño, se olvida de su dolor, por la alegría que
siente al ver que ha venido un hombre al mundo» (Jn 16,21).
Es esto: donar la vida, no poseerla. Y esto es aquello
que hacen las mamás: dan otra vida, sufren, pero luego son felices, gozosas
porque han dado otra vida. Da alegría; el amor da a la luz la vida y da incluso
sentido al dolor. El amor es el motor que hace ir adelante nuestra esperanza.
Lo repito: el amor es el motor que hace ir adelante nuestra esperanza. Y cada
uno de nosotros puede preguntarse: ¿Amo? ¿He aprendido a amar? ¿Aprendo todos
los días a amar más?, porque el amor es el motor que hace ir adelante nuestra
esperanza.
Queridos hermanos y hermanas, en estos días, días de
amor, dejémonos envolver por el misterio de Jesús que, como un grano de trigo,
muriendo nos dona la vida. Es Él la semilla de nuestra esperanza. Contemplemos
al Crucificado, fuente de esperanza. Poco a poco entenderemos que esperar con
Jesús es aprender a ver ya desde ahora la planta en la semilla, la Pascua en la
cruz, la vida en la muerte.
Pero yo quisiera darles una tarea para la casa. A todos
nos hará bien detenernos ante el Crucificado – todos ustedes tienen uno en casa
– mirarlo y decirle: “Contigo nada está perdido. Contigo puedo siempre esperar.
Tú eres mi esperanza”. Imaginando ahora al Crucificado y todos juntos decimos a
Jesús Crucificado, tres veces: “Tú eres mi esperanza”. Todos: “Tú eres mi
esperanza”. Más fuerte: “Tú eres mi esperanza”. Más fuerte: “Tú eres mi
esperanza”. Gracias. (Miércoles 12 de abril 2017)
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