Un poco feo el día, pero ustedes son valientes. ¡Felicitaciones!
Esperamos rezar juntos hoy.
Al presentar la Iglesia a los hombres de nuestro tiempo, el Concilio Vaticano II tenía bien
presente una verdad fundamental, que no hay que olvidar jamás: la Iglesia no es
una realidad estática, detenida, con fin en sí misma, sino que está
continuamente en camino en la historia, hacia la meta última y maravillosa que
es el Reino de los cielos, del cual la Iglesia en la tierra es el germen y el
inicio.
Cuando nos dirigimos hacia este horizonte, nos damos cuenta que nuestra
imaginación se detiene, revelándose apenas capaz de intuir el esplendor del
misterio que domina nuestros sentidos. Y surgen espontáneas en nosotros algunas
preguntas: ¿cuándo llegará este pasaje final? ¿Cómo será la nueva dimensión en
la cual la Iglesia entrará? ¿Qué será entonces la humanidad? ¿Y de lo creado
que nos circunda?
Pero estas preguntas no son nuevas, las habían hecho los discípulos a
Jesús en aquel tiempo ¿pero cuándo sucederá esto? ¿Cuándo será el triunfo del
Espíritu sobre la creación, sobre lo creado, sobre todo? Son preguntas humanas,
preguntas antiguas. También nosotros hacemos
estas preguntas.
La Constitución conciliar Gaudium
et spes, de frente a estos interrogativos que resuenan desde siempre en el
corazón del hombre, afirma: “Ignoramos el
tiempo en que se hará la consumación de la tierra y de la humanidad. Tampoco
conocemos de qué manera se transformará el universo. La figura de este mundo,
deformada por el pecado, pasa, pero Dios nos enseña que nos prepara una nueva
morada y una nueva tierra donde habita la justicia y cuya bienaventuranza es
capaz de saciar y rebasar todos los anhelos de paz que surgen en el corazón
humano”. He aquí la meta a la cual aspira la Iglesia: es como dice la Biblia la
“Jerusalén nueva”, el “Paraíso”. Más que de un lugar, se trata de un “estado”
del alma, en el cual nuestras expectativas más profundas serán cumplidas de
manera superabundante y nuestro ser, como criaturas y como hijos de Dios,
alcanzará la plena maduración. ¡Seremos finalmente revestidos de la alegría, de
la paz y del amor de Dios en modo completo, sin ningún límite más, y estaremos
cara a cara con Él! ¡Es bello pensar esto! Pensar en el cielo. Todos nosotros
nos encontraremos allí. Todos, todos, allí, todos. Es bello. ¡Da fuerza al
alma!
2. En esta perspectiva, es bello percibir cómo hay una continuidad y
una comunión de fondo entre la Iglesia que está en el cielo y aquella todavía
en camino sobre la tierra. Aquellos que ya viven en la presencia de Dios, de
hecho, nos pueden sostener e interceder por nosotros, rezar por nosotros.
Por otro lado, también nosotros estamos siempre invitados a ofrecer
buenas acciones, oraciones y la Eucaristía misma para aliviar las tribulaciones
de las almas que todavía están esperando la beatitud sin fin. Sí, porque en la
perspectiva cristiana, la distinción no es más entre quien ya está muerto y
quien todavía no lo está, sino entre quien está en Cristo y quien no lo está.
Éste es el elemento determinante, realmente decisivo para nuestra salvación y
para nuestra felicidad.
3. Al mismo tiempo, la Sagrada Escritura nos enseña que el cumplimiento
de este diseño maravilloso no puede no interesar también todo aquello que nos
rodea, y que ha salido del pensamiento y del corazón de Dios. El apóstol Pablo
lo afirma explícitamente, cuando dice que también “la creación será liberada de
la esclavitud de la corrupción para participar de la gloriosa libertad de los
hijos de Dios”.
Otros textos utilizan la imagen del “cielo nuevo” y la “tierra nueva”,
en el sentido de que todo el universo será renovado y liberado de una vez para
siempre de todos los rastros del mal y de la misma muerte. Lo que se
prospecta, como cumplimiento de una transformación que en realidad ya está en
acto a partir de la muerte y resurrección de Cristo, es por lo tanto una nueva
creación; no una aniquilación del cosmos y de todo lo que nos rodea, sino que
es llevar cada cosa a su plenitud de ser, de verdad, de belleza. Este es el
diseño que Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, desde siempre quiere realizar y
está realizando.
Queridos amigos, cuando pensamos en estas maravillosas realidades que
nos esperan, nos damos cuenta del maravilloso don que es pertenecer a la
Iglesia, que lleva inscrita una vocación altísima. Pidamos entonces a la Virgen
María, Madre de la Iglesia, que vigile siempre sobre nuestro camino y nos ayude
a ser, como ella, un signo gozoso de confianza y esperanza entre nuestros
hermanos.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
COMENTARIOS DE NUESTROS LECTORES