Queridos hermanos y hermanas ¡buenos días!
Durante este tiempo hemos hablado sobre la Iglesia, sobre
nuestra santa madre Iglesia jerárquica, el pueblo de Dios en camino.
Hoy queremos preguntarnos: al final, ¿qué fin tendrá el
pueblo de Dios? ¿Qué será de cada uno de nosotros? ¿Qué debemos esperarnos? El
apóstol Pablo consolaba a los cristianos de la comunidad de Tesalónica, que se
hacían estas mismas preguntas, y después de su argumentación decían estas
palabras que son entre las más bellas de Nuevo Testamento: “Y así estaremos
siempre con el Señor”.
Son palabras simples, ¡pero con una densidad de esperanza
tan grande! “Y así estaremos siempre con el Señor”. ¿Ustedes creen esto? ¡Me
parece que no, eh! ¿Creen? ¿Lo repetimos juntos tres veces? ¡Y así estaremos
siempre con el Señor! ¡Y así estaremos siempre con el Señor! ¡Y así estaremos
siempre con el Señor!
Es emblemático como Juan, en el libro del Apocalipsis,
retomando la intuición de los Profetas, describe la dimensión última,
definitiva, en los términos de la “Nueva Jerusalén, que descendía del cielo y
venía de Dios, embellecida como una novia preparada para recibir a su esposo”.
¡He aquí lo que nos espera! Y entonces, esto es la Iglesia:
es el pueblo de Dios que sigue al Señor
Jesús y que se prepara día a día al encuentro con él, como una esposa con su esposo. Y no es solamente un modo de decir: ¡serán unas verdaderas nupcias! Sí, porque Cristo haciéndose hombre como nosotros y haciendo de todos nosotros una sola cosa con Él, con su muerte y su resurrección, nos ha desposado verdaderamente y ha hecho de nosotros como pueblo, su esposa.
Jesús y que se prepara día a día al encuentro con él, como una esposa con su esposo. Y no es solamente un modo de decir: ¡serán unas verdaderas nupcias! Sí, porque Cristo haciéndose hombre como nosotros y haciendo de todos nosotros una sola cosa con Él, con su muerte y su resurrección, nos ha desposado verdaderamente y ha hecho de nosotros como pueblo, su esposa.
Y esto no es otra cosa que el cumplimiento del designio de
comunión y de amor tejido por Dios en el curso de toda la historia, la historia
del pueblo de Dios y también la propia historia de cada uno. Es el Señor el que
lleva adelante esto.
Hay otro elemento, sin embargo, que nos consuela
ulteriormente y que abre nuestro corazón: Juan nos dice que en la Iglesia,
esposa de Cristo, se hace visible la “nueva Jerusalén”. Esto significa que la
Iglesia, además de esposa, está llamada a convertirse en ciudad, símbolo por
excelencia de la convivencia y de ‘relacionalidad’ humana.
Qué bello, entonces, poder ya contemplar, según otra imagen
muy sugestiva del Apocalipsis, todas las gentes y todos los pueblos reunidos a
la vez en esta ciudad, como en una morada, será “la morada de Dios”. Y en este
marco glorioso no habrá más aislamientos, prevaricaciones, ni distinciones de
ningún género – de naturaleza social, étnica o religiosa – sino que seremos
todos una sola cosa en Cristo.
Ante la presencia de este escenario inaudito y maravilloso,
nuestro corazón no puede no sentirse confirmado en modo fuerte en la esperanza.
Ven, la esperanza cristiana no es sólo un deseo, un auspicio, no es optimismo:
para un cristiano, la esperanza es espera, espera ferviente, apasionada por el
cumplimiento último y definitivo de un misterio, el misterio del amor de Dios
en el que hemos renacido y en el que ya vivimos. Y es espera de alguien que
está por llegar: es Cristo el Señor que se acerca siempre más a nosotros, día
tras día, y que viene a introducirnos finalmente en la plenitud de su comunión
y de su paz.
La Iglesia tiene entonces la tarea de mantener encendida y
claramente visible la lámpara de la esperanza, para que pueda seguir brillando
como un signo seguro de salvación y pueda iluminar a toda la humanidad el
sendero que lleva al encuentro con el rostro misericordioso de Dios.
Queridos hermanos y hermanas, esto es entonces lo que
esperamos: ¡que Jesús regrese! ¡La Iglesia esposa espera a su esposo! Debemos
preguntarnos, sin embargo, con gran sinceridad, ¿somos testigos realmente
luminosos y creíbles de esta espera, de esta esperanza? ¿Nuestras comunidades
viven aún en el signo de la presencia del Señor Jesús y en la espera ardiente
de su venida, o aparecen cansadas, entorpecidas, bajo el peso de la fatiga y la
resignación? ¿Corremos también nosotros el riesgo de agotar el aceite de la fe,
de la alegría? ¡Estemos atentos!
Invoquemos a la Virgen María, Madre de la esperanza y reina
del cielo, para que siempre nos mantenga en una actitud de escucha y de espera,
para poder ser ya traspasados por el amor de Cristo y un día ser parte de la
alegría sin fin, en la plena comunión de Dios. Y no se olviden: jamás olvidar
que así estaremos siempre con el Señor. ¿Lo repetimos otras tres veces? Y así,
estaremos siempre con el Señor, y así, estaremos siempre con el Señor, y así,
estaremos siempre con el Señor. ¡Gracias!
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