La
fiesta del Bautismo del Señor es ocasión propicia para reflexionar sobre
nuestro propio Bautismo y sus implicancias. El Bautismo no es un mero “acto
social”. Un día yo fui bautizado y mi Bautismo marcó verdaderamente un antes y
un después: por el don del agua y el Espíritu Santo fuimos sumergidos en la
muerte de Cristo para nacer con Él a la vida nueva, a la vida de Cristo, a la
vida de la gracia. Por el Bautismo llegué a ser “una nueva criatura” (2Cor
5,16), fui verdaderamente “revestido de Cristo” (Gál 3,27). En efecto, la
Iglesia enseña que «mediante el Bautismo, nos hemos convertido en un mismo ser
con Cristo» (Catecismo de la Iglesia Católica, 2565).
Pero
si mi Bautismo me ha transformado radicalmente, ¿por qué sigo experimentando en
mí una inclinación al mal? ¿Por qué la incoherencia entre lo que creo y lo que
vivo? ¿Por qué tantas veces termino haciendo el mal que no quería y dejo de
hacer el bien que me había propuesto? (ver Rom 7,15) ¿Por qué me cuesta tanto
vivir como Cristo me enseña? Ante esta experiencia tan contradictoria aclara la
enseñanza de la Iglesia que aunque el Bautismo «borra el pecado original y
devuelve el hombre a Dios... las consecuencias para la naturaleza, debilitada e
inclinada al mal, persisten en el hombre y lo llaman al combate espiritual»
(Catecismo de la Iglesia Católica, 405).
Dios
ha permitido que luego de mi Bautismo permanezcan en mí la inclinación al mal,
la debilidad que me hace frágil ante las tentaciones, la inercia o dificultad
para hacer el bien, con el objeto de que sean un continuo aguijón que me
estimule cada día al combate decidido por la santidad, así como a buscar siempre
en Él la fuerza necesaria para vencer el mal con el bien.
Dios
llama a todo bautizado al combate espiritual. El combate espiritual tiene como
objetivo final nuestra propia santificación, es decir, asemejarnos lo más
posible al Señor Jesús, alcanzar su misma estatura humana, llegar a pensar,
amar y actuar como Él. Sabemos que esa transformación, que es esencialmente
interior, es obra del Espíritu divino en nosotros. Es Dios mismo quien por su
Espíritu nos renueva interiormente, nos transforma y conforma con su Hijo, el
Señor Jesús. Sin embargo, Dios ha querido que desde nuestra fragilidad y
pequeñez cooperemos activamente en la obra de nuestra propia santificación.
Decía San Agustín: “quien te ha creado sin tu consentimiento, no quiere
salvarte sin tu consentimiento”. Y este consentimiento implica la cooperación decidida
en “despojarnos” del hombre viejo y sus obras para “revestirnos” al mismo
tiempo del hombre nuevo, de Cristo (ver Ef 4,22ss). Esto no es sencillo, por
eso hablamos de combate, de lucha interior.
Para
vencer en este combate lo primero que debemos hacer es reconocer humildemente
nuestra insuficiencia: sin Él nada podemos (ver Jn 15,5). No podemos dejar de
rezar, no podemos dejar de pedirle a Dios las fuerzas y la gracia necesaria
para vencer el mal, nuestros vicios y pecados, para rechazar con firmeza toda
tentación que aparezca ante nosotros, para poder perseverar en el bien y en el
ejercicio de las virtudes que nos enseña el Señor Jesús.
Junto
con la incesante oración hemos de proponer medios concretos para ir venciendo
los propios vicios o malos hábitos que descubro en mí, para ir cambiándolos por
modos de pensar, de sentir y de actuar que correspondan a las enseñanzas del
Señor.
El
Señor a todos nos pide perseverar en ese combate (ver Mt 24,13), con paciencia,
con esperanza, nunca dejarnos vencer por el desaliento, siempre levantarnos de
nuestras caídas, pedirle perdón con humildad si caemos y volver decididos a la
batalla cuantas veces sea necesario. No olvidemos que “el santo no es el que
nunca cae, sino el que siempre se levanta”.
(Fuente:
multimedios.org)
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