Queridos hermanos y hermanas:
En la catequesis
del miércoles pasado nos detuvimos en las palabras iniciales
del Credo: «Creo en Dios». Pero la profesión de fe especifica esta afirmación:
Dios es el Padre todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra. Así que
desearía reflexionar ahora con vosotros sobre la primera, fundamental,
definición de Dios que el Credo nos presenta: Él es Padre
No es siempre fácil hablar hoy de paternidad. Sobre todo en
el mundo occidental, las familias disgregadas, los compromisos de trabajo cada
vez más absorbentes, las preocupaciones y a menudo el esfuerzo de hacer cuadrar
el balance familiar, la invasión disuasoria de los medios de comunicación
social en el interior de la vivencia cotidiana: son algunos de los muchos
factores que pueden impedir una serena y constructiva relación entre padres e
hijos. La comunicación es a veces difícil, la confianza disminuye y la relación
con la figura paterna puede volverse problemática; y entonces también se hace
problemático imaginar a Dios como un padre, al no tener modelos adecuados de
referencia. Para quien ha tenido la experiencia de un padre demasiado
autoritario e inflexible, o indiferente y poco afectuoso, o incluso ausente, no
es fácil pensar con serenidad en Dios como Padre y abandonarse a Él con
confianza.
Pero la revelación bíblica ayuda a superar estas
dificultades hablándonos de un Dios que nos muestra qué significa
verdaderamente ser «padre»; y es sobre todo el Evangelio lo que nos revela este
rostro de Dios como Padre que ama hasta el don del propio Hijo para la
salvación de la humanidad. La referencia a la figura paterna ayuda por lo tanto
a comprender algo del amor de Dios, que sin embargo sigue siendo infinitamente
más grande, más fiel, más total que el de cualquier hombre. «Si a alguno de
ustedes le pide su hijo pan, ¿le dará una piedra? —dice Jesús para mostrar a
los discípulos el rostro del Padre—; y si le pide pescado, ¿le dará una
serpiente? Pues si ustedes, aun siendo malos, saben dar cosas buenas a sus
hijos, ¡cuánto más su Padre que está en los cielos dará cosas buenas a los que
le piden!» (Mt 7, 9-11; cf. Lc 11, 11-13). Dios
nos es Padre porque nos ha bendecido y elegido antes de la creación del mundo
(cf. Ef 1, 3-6), nos ha hecho realmente sus hijos en Jesús
(cf. 1 Jn 3, 1). Y, como Padre, Dios acompaña con amor nuestra
existencia, dándonos su Palabra, su enseñanza, su gracia, su Espíritu.
Él —como revela Jesús— es el Padre que alimenta a los
pájaros del cielo sin que estos tengan que sembrar y cosechar, y cubre de
colores maravillosos las flores del campo, con vestidos más bellos que los del
rey Salomón (cf. Mt 6, 26-32; Lc 12, 24-28);
y nosotros —añade Jesús— valemos mucho más que las flores y los pájaros del
cielo. Y si Él es tan bueno que hace «salir su sol sobre malos y buenos, y
manda la lluvia a justos e injustos» (Mt 5, 45), podremos siempre,
sin miedo y con total confianza, entregarnos a su perdón de Padre cuando
erramos el camino. Dios es un Padre bueno que acoge y abraza al hijo perdido y
arrepentido (cf. Lc 15, 11 ss), da gratuitamente a quienes
piden (cf. Mt 18, 19; Mc 11, 24; Jn 16,
23) y ofrece el pan del cielo y el agua viva que hace vivir eternamente (cf. Jn 6,
32.51.58).
Por ello el orante del Salmo 27, rodeado de
enemigos, asediado de malvados y calumniadores, mientras busca ayuda en el
Señor y le invoca, puede dar su testimonio lleno de fe afirmando: «Si mi padre
y mi madre me abandonan, el Señor me recogerá» (v. 10). Dios es un Padre que no
abandona jamás a sus hijos, un Padre amoroso que sostiene, ayuda, acoge,
perdona, salva, con una fidelidad que sobrepasa inmensamente la de los hombres,
para abrirse a dimensiones de eternidad. «Porque su amor es para siempre», como
sigue repitiendo de modo letánico, en cada versículo, el Salmo 136,
recorriendo toda la historia de la salvación. El amor de Dios Padre no
desfallece nunca, no se cansa de nosotros; es amor que da hasta el extremo,
hasta el sacrificio del Hijo. La fe nos da esta certeza, que se convierte en
una roca segura en la construcción de nuestra vida: podemos afrontar todos los
momentos de dificultad y de peligro, la experiencia de la oscuridad de la
crisis y del tiempo de dolor, sostenidos por la confianza en que Dios no nos
deja solos y está siempre cerca, para salvarnos y llevarnos a la vida eterna.
Es en el Señor Jesús donde se muestra en plenitud el rostro
benévolo del Padre que está en los cielos. Es conociéndole a Él como podemos
conocer también al Padre (cf. Jn 8, 19; 14, 7), y viéndole a
Él podemos ver al Padre, porque Él está en el Padre y el Padre en Él (cf. Jn 14,
9.11). Él es «imagen del Dios invisible», como le define el himno de la Carta
a los Colosenses, «primogénito de toda criatura... primogénito de los que
resucitan entre los muertos», por medio del cual «hemos recibido la redención,
el perdón de los pecados» y la reconciliación de todas las cosas, «las del
cielo y las de la tierra, haciendo la paz por la sangre de su cruz» (cf. Col 1,
13-20).
La fe en Dios Padre pide creer en el Hijo, bajo la acción
del Espíritu, reconociendo en la Cruz que salva el desvelamiento definitivo del
amor divino. Dios nos es Padre dándonos a su Hijo; Dios nos es Padre perdonando
nuestro pecado y llevándonos al gozo de la vida resucitada; Dios nos es Padre
dándonos el Espíritu que nos hace hijos y nos permite llamarle, de verdad, «Abba,
Padre» (cf. Rm 8, 15). Por ello Jesús, enseñándonos a orar,
nos invita a decir «Padre Nuestro» (Mt 6, 9-13; cf. Lc 11,
2-4).
Entonces la paternidad de Dios es amor infinito, ternura que
se inclina hacia nosotros, hijos débiles, necesitados de todo. El Salmo 103,
el gran canto de la misericordia divina, proclama: «Como un padre siente
ternura por sus hijos, siente el Señor ternura por los que lo temen; porque Él
conoce nuestra masa, se acuerda de que somos barro» (vv. 13-14). Es
precisamente nuestra pequeñez, nuestra débil naturaleza humana, nuestra
fragilidad lo que se convierte en llamamiento a la misericordia del Señor para
que manifieste su grandeza y ternura de Padre ayudándonos, perdonándonos y
salvándonos.
Y Dios responde a nuestro llamamiento enviando a su Hijo,
que muere y resucita por nosotros; entra en nuestra fragilidad y obra lo que el
hombre, solo, jamás habría podido hacer: toma sobre Sí el pecado del mundo,
como cordero inocente, y vuelve a abrirnos el camino hacia la comunión con Dios,
nos hace verdaderos hijos de Dios. Es ahí, en el Misterio pascual, donde se
revela con toda su luminosidad el rostro definitivo del Padre. Y es ahí, en la
Cruz gloriosa, donde acontece la manifestación plena de la grandeza de Dios
como «Padre todopoderoso».
Pero podríamos preguntarnos: ¿cómo es posible pensar en un
Dios omnipotente mirando hacia la Cruz de Cristo? ¿Hacia este poder del mal que
llega hasta el punto de matar al Hijo de Dios? Nosotros querríamos ciertamente
una omnipotencia divina según nuestros esquemas mentales y nuestros deseos: un
Dios «omnipotente» que resuelva los problemas, que intervenga para evitarnos
las dificultades, que venza los poderes adversos, que cambie el curso de los
acontecimientos y anule el dolor. Así, diversos teólogos dicen hoy que Dios no
puede ser omnipotente; de otro modo no habría tanto sufrimiento, tanto mal en
el mundo. En realidad, ante el mal y el sufrimiento, para muchos, para
nosotros, se hace problemático, difícil, creer en un Dios Padre y creerle
omnipotente; algunos buscan refugio en ídolos, cediendo a la tentación de
encontrar respuesta en una presunta omnipotencia «mágica» y en sus ilusorias
promesas.
Pero la fe en Dios omnipotente nos impulsa a recorrer
senderos bien distintos: aprender a conocer que el pensamiento de Dios es
diferente del nuestro, que los caminos de Dios son otros respecto a los
nuestros (cf. Is 55, 8) y también su omnipotencia es distinta:
no se expresa como fuerza automática o arbitraria, sino que se caracteriza por
una libertad amorosa y paterna. En realidad, Dios, creando criaturas libres,
dando libertad, renunció a una parte de su poder, dejando el poder de nuestra
libertad. De esta forma Él ama y respeta la respuesta libre de amor a su
llamada. Como Padre, Dios desea que nos convirtamos en sus hijos y vivamos como
tales en su Hijo, en comunión, en plena familiaridad con Él. Su omnipotencia no
se expresa en la violencia, no se expresa en la destrucción de cada poder
adverso, como nosotros deseamos, sino que se expresa en el amor, en la misericordia,
en el perdón, en la aceptación de nuestra libertad y en el incansable
llamamiento a la conversión del corazón, en una actitud sólo aparentemente
débil —Dios parece débil, si pensamos en Jesucristo que ora, que se deja matar.
Una actitud aparentemente débil, hecha de paciencia, de mansedumbre y de amor,
demuestra que éste es el verdadero modo de ser poderoso. ¡Este es el poder de
Dios! ¡Y este poder vencerá! El sabio del Libro de la Sabiduría se
dirige así a Dios: «Te compadeces de todos, porque todo lo puedes y pasas por
alto los pecados de los hombres para que se arrepientan. Amas a todos los
seres... Tú eres indulgente con todas las cosas, porque son tuyas, Señor, amigo
de la vida» (11, 23-24a.26).
Sólo quien es verdaderamente poderoso puede soportar el mal
y mostrarse compasivo; sólo quien es verdaderamente poderoso puede ejercer
plenamente la fuerza del amor. Y Dios, a quien pertenecen todas las cosas
porque todo ha sido hecho por Él, revela su fuerza amando todo y a todos, en
una paciente espera de la conversión de nosotros, los hombres, a quienes desea
tener como hijos. Dios espera nuestra conversión. El amor omnipotente de Dios
no conoce límites; tanto que «no se reservó a su propio Hijo, sino que lo
entregó por todos nosotros» (Rm 8, 32). La omnipotencia del amor no
es la del poder del mundo, sino la del don total, y Jesús, el Hijo de Dios,
revela al mundo la verdadera omnipotencia del Padre dando la vida por nosotros,
pecadores. He aquí el verdadero, auténtico y perfecto poder divino: responder
al mal no con el mal, sino con el bien; a los insultos con el perdón; al odio
homicida con el amor que hace vivir. Entonces el mal verdaderamente está
vencido, porque lo ha lavado el amor de Dios; entonces la muerte ha sido
derrotada definitivamente, porque se ha transformado en don de la vida. Dios
Padre resucita al Hijo: la muerte, la gran enemiga (cf. 1 Co 15,
26), es engullida y privada de su veneno (cf. 1 Co15, 54-55), y
nosotros, liberados del pecado, podemos acceder a nuestra realidad de hijos de
Dios.
Por lo tanto cuando decimos «Creo en Dios Padre
todopoderoso», expresamos nuestra fe en el poder del amor de Dios que en su
Hijo muerto y resucitado derrota el odio, el mal, el pecado y nos abre a la vida
eterna, la de los hijos que desean estar para siempre en la «Casa del Padre».
Decir «Creo en Dios Padre todopoderoso», en su poder, en su modo de ser Padre,
es siempre un acto de fe, de conversión, de transformación de nuestro
pensamiento, de todo nuestro afecto, de todo nuestro modo de vivir.
Queridos hermanos y hermanas, pidamos al Señor que sostenga
nuestra fe, que nos ayude a encontrar verdaderamente la fe y nos dé la fuerza
de anunciar a Cristo crucificado y resucitado, y de testimoniarlo en el amor a
Dios y al prójimo. Y que Dios nos conceda acoger el don de nuestra filiación,
para vivir en plenitud las realidades del Credo, en el abandono
confiado al amor del Padre y a su misericordiosa omnipotencia, que es la
verdadera omnipotencia y salva.
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