Queridos hermanos y hermanas:
24/10/12 - El pasado miércoles, con el comienzo del Año de la Fe,
comencé una nueva serie de catequesis sobre la fe. Hoy quisiera reflexionar con
ustedes sobre lo elemental: ¿Qué es la fe? ¿Tiene sentido la fe en un mundo
donde la ciencia y la tecnología han abierto nuevos horizontes hasta hace poco
impensables? ¿Qué significa creer hoy en día?
En efecto, en nuestro tiempo es necesaria una educación
renovada en la fe, que abarque el conocimiento de sus verdades y de los
acontecimientos de la salvación, pero que, en primer lugar, nazca de un
verdadero encuentro con Dios en Jesucristo, de amarlo, de confiar en Él, de
modo que abrace toda nuestra vida.
En la actualidad, junto con tantos signos buenos, crece
también en nuestro alrededor un desierto espiritual. A veces, se tiene la
sensación –ante ciertos acontecimientos de los que recibimos noticias cada día–
de que el mundo no se encamina hacia la construcción de una comunidad más
fraterna y pacífica, las mismas ideas de progreso y bienestar muestran también
sus sombras.
A pesar de la grandeza de los descubrimientos de la ciencia
y de los avances de la tecnología, el hombre de hoy no parece ser
verdaderamente más libre, más humano, permanecen todavía muchas formas de
explotación, de manipulación, de violencia, de opresión, de injusticia.
Además, un cierto tipo de cultura ha educado a moverse sólo
en el horizonte de las cosas, en aquello que es posible, a creer sólo en lo que
vemos y tocamos con nuestras manos. Pero por otro lado, aumenta también el
número de personas que se sienten desorientadas y que tratan de ir más allá de
una visión puramente horizontal de la realidad, que están dispuestas a creer en
todo y en aquello que es su contrario.
En este contexto, surgen nuevamente algunas preguntas
fundamentales, que son mucho más concretas de lo que parecen ser a primera
vista: ¿Qué sentido tiene vivir? ¿Hay futuro para el hombre, para nosotros y
para las generaciones futuras? ¿En qué dirección orientar las decisiones de
nuestra libertad para lograr un resultado bueno y feliz ¿Qué nos espera más
allá de la muerte?
De estas preguntas que no se pueden apagar, emerge cómo es
que el mundo de la planificación, del cálculo exacto y de la experimentación,
en una palabra, el conocimiento de la ciencia, si bien son importantes para la
vida humana, no es suficiente.
Nosotros necesitamos no sólo el pan material, necesitamos
amor, sentido y esperanza, un fundamento seguro, un terreno sólido que nos
ayude a vivir con un sentido auténtico, incluso en la crisis, en la oscuridad,
en las dificultades y problemas cotidianos. La fe nos dona precisamente esto:
en una confiada entrega a un "Tú", que es Dios, que me da una certeza
diferente, pero no menos sólida que la que proviene del cálculo exacto o de la
ciencia.
La fe no es un mero asentimiento intelectual del hombre a
las verdades particulares sobre Dios, es un acto con el cual me entrego
libremente a un Dios que es Padre y que me ama, es adhesión a un "Tú"
que me da esperanza y confianza. Ciertamente, esta unión con Dios no carece de
contenido: con ella, sabemos que Dios se ha revelado a nosotros en Cristo, que
hizo ver su rostro y se acercó realmente a cada uno de nosotros.
Aún más, Dios ha revelado que su amor al hombre, a cada uno
de nosotros no tiene medida: en la Cruz, Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios hecho
hombre nos muestra, de la forma más luminosa, hasta dónde llega este amor,
hasta darse a sí mismo hasta el sacrificio total.
Con el misterio de la muerte y resurrección de Cristo, Dios
desciende hasta el fondo de nuestra humanidad, para llevarla nuevamente hacia
Él, para elevarla hasta que alcance su altura. La fe es creer en este amor de
Dios, que nunca falla ante la maldad de los hombres, ante el mal y la muerte,
sino que es capaz de transformar todas las formas de esclavitud, brindando la
posibilidad de la salvación.
Tener fe, entonces, es encontrar a ese "Tú," a
Dios, que me sostiene y me concede la promesa de un amor indestructible, que no
sólo aspira a la eternidad, sino que la da; es entregarme a Dios con la actitud
confiada de un niño, que sabe que todas sus dificultades y todos sus problemas
están a salvo en el "tú" de la madre.
Y esta posibilidad de la salvación por medio de la fe es un
don que Dios ofrece a todos los hombres. Creo que deberíamos meditar más a
menudo –en nuestra vida cotidiana, caracterizada por problemas y situaciones a
veces dramáticas– sobre el hecho de que creer cristianamente implica ese
entregarme con confianza al sentido profundo que me sostiene –a mí y al mundo–
ese sentido que no somos capaces de darnos nosotros mismos, sino que sólo
podemos recibir como don, y que es el cimiento sobre el cual podemos vivir sin
miedos.
Y debemos ser capaces de proclamar y anunciar esta certeza
liberadora y tranquilizadora de la fe, con palabras y nuestras acciones para
mostrarla con nuestra vida como cristianos.
A nuestro alrededor, sin embargo, vemos cada día que muchas
personas son indiferentes o se niegan a aceptar este anuncio. Al final del
Evangelio de Marcos, hoy tenemos palabras duras del Resucitado que nos dice:
"El que crea y se bautice, se salvará. El que no crea, se condenará".
(Marcos 16:16). Se perderá a sí mismo. Los invito a reflexionar sobre esto.
La confianza en la acción del Espíritu Santo, siempre nos
debe empujar a predicar el Evangelio, a dar testimonio valiente de la fe; pero,
además de la posibilidad de una respuesta positiva al don de la fe, también
existe el riesgo de rechazo del Evangelio, de no querer recibir el encuentro
vital con Cristo.
San Agustín ya ponía este problema en un comentario sobre la
parábola del sembrador: "Nosotros hablamos –decía– tiramos la semilla,
esparcimos la semilla. Hay quienes desprecian, hay los que critican, los que se
burlan. Si les tememos, no tenemos nada que sembrar y el día de la cosecha
perderemos la cosecha. Así pues, venga la semilla de la buena tierra".
(Discursos sobre la disciplina cristiana, 13,14: PL 40, 677-678).
El rechazo, por lo tanto, no nos debe desalentar. Como
cristianos, somos testigos de este suelo fértil, nuestra fe, incluso dentro de
nuestros límites, demuestra que hay buena tierra, donde la semilla de la
Palabra de Dios produce frutos abundantes de justicia, paz y amor, de nueva
humanidad, de salvación. Y toda la historia de la Iglesia, con todos los
problemas, demuestra también que existe la tierra buena, existe la semilla
buena que da fruto.
Pero preguntémonos: ¿de dónde saca el hombre aquella
apertura de corazón y de la mente para creer en el Dios que se ha hecho visible
en Jesucristo, muerto y resucitado, para recibir su salvación, para que Él y su
Evangelio sean la guía y la luz de la existencia?
Respuesta: podemos creer en Dios porque Él viene a nosotros
y nos toca, porque el Espíritu Santo, don del Señor resucitado, nos hace
capaces de acoger el Dios vivo. La fe es, pues, ante todo un don sobrenatural,
un don de Dios.
El Concilio Vaticano II afirma, cito: "para profesar
esta fe es necesaria la gracia de Dios, que proviene y ayuda, y son necesarios
los auxilios internos del Espíritu Santo, el cual mueve el corazón y lo
convierte a Dios, abre los ojos de la mente y da "a todos la suavidad en
el aceptar y creer la verdad" (Constitución dogmática. Dei Verbum, 5).
La base de nuestro camino de fe es el bautismo, el
sacramento que nos da el Espíritu Santo, que nos hace hijos de Dios en Cristo,
y marca la entrada en la comunidad de fe, en la Iglesia: no se cree, sin
prevenir la gracia del Espíritu; y no creemos solos, sino junto con los
hermanos. A partir del Bautismo cada creyente está llamado a revivir y hacer su
propia confesión de fe, junto con sus hermanos.
La fe es un don de Dios, pero también es un acto
profundamente humano y libre. El Catecismo de la Iglesia Católica lo dice
claramente: "Sólo es posible creer por la gracia y los auxilios interiores
del Espíritu Santo. Pero no es menos cierto que creer es un acto auténticamente
humano. No es contrario ni a la libertad ni a la inteligencia del hombre".
(n. 154).
Es más, las implica y los exalta, en una apuesta de vida que
es como un éxodo, es decir: un salir de sí mismos, de los propias seguridades,
de los propios esquemas mentales, para confiarse a la acción de Dios que nos
muestra su camino para con seguir la verdadera libertad, nuestra identidad
humana, la verdadera alegría de corazón, la paz con todos.
Creer es confiarse libremente y con alegría al plan
providencial de Dios en la historia, como lo hizo el patriarca Abraham, como lo
hizo María de Nazaret. La fe es, pues, un consentimiento con el que nuestra
mente y nuestro corazón dicen su "sí" a Dios, confesando que Jesús es
el Señor. Y este "sí" transforma la vida, le abre el camino hacia una
plenitud de sentido, que la hace nueva, rica de alegría y esperanza fiable.
Queridos amigos, nuestro tiempo requiere cristianos que han
sido aferrados por Cristo, que crezcan en la fe a través de la familiaridad con
las Sagradas Escrituras y los Sacramentos. Personas que sean casi como un libro
abierto que narra la experiencia de la vida nueva en el Espíritu, la presencia
del Dios que nos sostiene en el camino y nos abre a la vida que no tendrá fin.
Gracias.
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