«No temas, que yo estoy contigo» (Is 43,5)
Comunicar esperanza y confianza en nuestros tiempos
Gracias al desarrollo tecnológico, el acceso a los medios
de comunicación es tal que muchísimos individuos tienen la posibilidad de
compartir inmediatamente noticias y de difundirlas de manera capilar. Estas
noticias pueden ser bonitas o feas, verdaderas o falsas. Nuestros padres en la
fe ya hablaban de la mente humana como de una piedra de molino que, movida por
el agua, no se puede detener. Sin embargo, quien se encarga del molino tiene la
posibilidad de decidir si moler trigo o cizaña. La mente del hombre está
siempre en acción y no puede dejar de «moler» lo que recibe, pero está en
nosotros decidir qué material le ofrecemos. (cf. Casiano el Romano, Carta a
Leoncio Igumeno).
Me gustaría con este mensaje llegar y animar a todos los
que, tanto en el ámbito profesional como en el de las relaciones personales,
«muelen» cada día mucha información para ofrecer un pan tierno y
bueno a todos
los que se alimentan de los frutos de su comunicación. Quisiera exhortar a
todos a una comunicación constructiva que, rechazando los prejuicios contra los
demás, fomente una cultura del encuentro que ayude a mirar la realidad con
auténtica confianza.
Creo que es necesario romper el círculo vicioso de la
angustia y frenar la espiral del miedo, fruto de esa costumbre de centrarse en
las «malas noticias» (guerras, terrorismo, escándalos y cualquier tipo de
frustración en el acontecer humano). Ciertamente, no se trata de favorecer una
desinformación en la que se ignore el drama del sufrimiento, ni de caer en un
optimismo ingenuo que no se deja afectar por el escándalo del mal. Quisiera,
por el contrario, que todos tratemos de superar ese sentimiento de disgusto y de
resignación que con frecuencia se apodera de nosotros, arrojándonos en la
apatía, generando miedos o dándonos la impresión de que no se puede frenar el
mal. Además, en un sistema comunicativo donde reina la lógica según la cual
para que una noticia sea buena ha de causar un impacto, y donde fácilmente se
hace espectáculo del drama del dolor y del misterio del mal, se puede caer en
la tentación de adormecer la propia conciencia o de caer en la desesperación.
Por lo tanto, quisiera contribuir a la búsqueda de un
estilo comunicativo abierto y creativo, que no dé todo el protagonismo al mal,
sino que trate de mostrar las posibles soluciones, favoreciendo una actitud
activa y responsable en las personas a las cuales va dirigida la noticia.
Invito a todos a ofrecer a los hombres y a las mujeres de nuestro tiempo
narraciones marcadas por la lógica de la «buena noticia».
La buena noticia
La vida del hombre no es sólo una crónica aséptica de
acontecimientos, sino que es historia, una historia que espera ser narrada
mediante la elección de una clave interpretativa que sepa seleccionar y recoger
los datos más importantes. La realidad, en sí misma, no tiene un significado
unívoco. Todo depende de la mirada con la cual es percibida, del «cristal» con
el que decidimos mirarla: cambiando las lentes, también la realidad se nos
presenta distinta. Entonces, ¿qué hacer
para leer la realidad con «las lentes» adecuadas?
Para los cristianos, las lentes que nos permiten
descifrar la realidad no pueden ser otras que las de la buena noticia,
partiendo de la «Buena Nueva» por excelencia: el «Evangelio de Jesucristo, Hijo
de Dios» (Mc 1,1). Con estas palabras comienza el evangelista Marcos su
narración, anunciando la «buena noticia» que se refiere a Jesús, pero más que
una información sobre Jesús, se trata de la buena noticia que es Jesús mismo.
En efecto, leyendo las páginas del Evangelio se descubre que el título de la
obra corresponde a su contenido y, sobre todo, que ese contenido es la persona
misma de Jesús.
Esta buena noticia, que es Jesús mismo, no es buena
porque esté exenta de sufrimiento, sino porque contempla el sufrimiento en una
perspectiva más amplia, como parte integrante de su amor por el Padre y por la
humanidad. En Cristo, Dios se ha hecho solidario con cualquier situación
humana, revelándonos que no estamos solos, porque tenemos un Padre que nunca
olvida a sus hijos. «No temas, que yo estoy contigo» (Is 43,5): es la palabra
consoladora de un Dios que se implica desde siempre en la historia de su
pueblo. Con esta promesa: «estoy contigo», Dios asume, en su Hijo amado, toda
nuestra debilidad hasta morir como nosotros. En Él también las tinieblas y la
muerte se hacen lugar de comunión con la Luz y la Vida. Precisamente aquí, en
el lugar donde la vida experimenta la amargura del fracaso, nace una esperanza
al alcance de todos. Se trata de una esperanza que no defrauda ―porque el amor
de Dios ha sido derramado en nuestros corazones (cf. Rm 5,5)― y que hace que la
vida nueva brote como la planta que crece de la semilla enterrada. Bajo esta
luz, cada nuevo drama que sucede en la historia del mundo se convierte también
en el escenario para una posible buena noticia, desde el momento en que el amor
logra encontrar siempre el camino de la proximidad y suscita corazones capaces
de conmoverse, rostros capaces de no desmoronarse, manos listas para construir.
La confianza en la semilla del Reino
Para iniciar a sus discípulos y a la multitud en esta
mentalidad evangélica, y entregarles «las gafas» adecuadas con las que
acercarse a la lógica del amor que muere y resucita, Jesús recurría a las
parábolas, en las que el Reino de Dios se compara, a menudo, con la semilla que
desata su fuerza vital justo cuando muere en la tierra (cf. Mc 4,1-34).
Recurrir a imágenes y metáforas para comunicar la humilde potencia del Reino,
no es un manera de restarle importancia y urgencia, sino una forma
misericordiosa para dejar a quien escucha el «espacio» de libertad para
acogerla y referirla incluso a sí mismo. Además, es el camino privilegiado para
expresar la inmensa dignidad del misterio pascual, dejando que sean las
imágenes ―más que los conceptos― las que comuniquen la paradójica belleza de la
vida nueva en Cristo, donde las hostilidades y la cruz no impiden, sino que
cumplen la salvación de Dios, donde la debilidad es más fuerte que toda
potencia humana, donde el fracaso puede ser el preludio del cumplimiento más
grande de todas las cosas en el amor. En efecto, así es como madura y se
profundiza la esperanza del Reino de Dios: «Como un hombre que echa el grano en
la tierra; duerma o se levante, de noche o de día, el grano brota y crece» (Mc
4,26-27).
El Reino de Dios está ya entre nosotros, como una semilla
oculta a una mirada superficial y cuyo crecimiento tiene lugar en el silencio.
Quien tiene los ojos límpidos por la gracia del Espíritu Santo lo ve brotar y
no deja que la cizaña, que siempre está presente, le robe la alegría del Reino.
Los horizontes del Espíritu
La esperanza fundada sobre la buena noticia que es Jesús
nos hace elevar la mirada y nos impulsa a contemplarlo en el marco litúrgico de
la fiesta de la Ascensión. Aunque parece que el Señor se aleja de nosotros, en
realidad, se ensanchan los horizontes de la esperanza. En efecto, en Cristo,
que eleva nuestra humanidad hasta el Cielo, cada hombre y cada mujer puede
tener la plena libertad de «entrar en el santuario en virtud de la sangre de
Jesús, por este camino nuevo y vivo, inaugurado por él para nosotros, a través
del velo, es decir, de su propia carne» (Hb 10,19-20). Por medio de «la fuerza
del Espíritu Santo» podemos ser «testigos» y comunicadores de una humanidad
nueva, redimida, «hasta los confines de la tierra» (cf. Hb 1,7-8).
La confianza en la semilla del Reino de Dios y en la
lógica de la Pascua configura también nuestra manera de comunicar. Esa
confianza nos hace capaces de trabajar ―en las múltiples formas en que se lleva
a cabo hoy la comunicación― con la convicción de que es posible descubrir e
iluminar la buena noticia presente en la realidad de cada historia y en el
rostro de cada persona.
Quien se deja guiar con fe por el Espíritu Santo es capaz
de discernir en cada acontecimiento lo que ocurre entre Dios y la humanidad,
reconociendo cómo él mismo, en el escenario dramático de este mundo, está
tejiendo la trama de una historia de salvación. El hilo con el que se teje esta
historia sacra es la esperanza y su tejedor no es otro que el Espíritu
Consolador. La esperanza es la más humilde de las virtudes, porque permanece
escondida en los pliegues de la vida, pero es similar a la levadura que hace
fermentar toda la masa. Nosotros la alimentamos leyendo de nuevo la Buena
Nueva, ese Evangelio que ha sido muchas veces «reeditado» en las vidas de los
santos, hombres y mujeres convertidos en iconos del amor de Dios. También hoy
el Espíritu siembra en nosotros el deseo del Reino, a través de muchos
«canales» vivientes, a través de las personas que se dejan conducir por la
Buena Nueva en medio del drama de la historia, y son como faros en la oscuridad
de este mundo, que iluminan el camino y abren nuevos senderos de confianza y
esperanza.
Vaticano, 24 de enero de 2017
Francisco
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